La hipótesis de Gaia: todos somos parte de un súper organismo

Cuando Lovelock publicó la hipótesis de Gaia, provoco una sacudida en muchos científicos, sobre todo en aquellos con una mente más lógica que odiaban un concepto que sonaba tan místico. Les producía perplejidad, y lo más desconcertante de todo era que Lovelock era uno de ellos.
Por James Lovelock – Lynn Margulis

Formulación de la Hipótesis de Gaia
Visión global de lo terrestre primitivo

Primeras investigaciones de vida extraterrestre
En la búsqueda de evidencia de vida extra terrestre, en especial en los planetas más próximos, la Agencia Espacial Norteamericana NASA, http://www.nasa.gov, inició sus investigaciones en Venus y Marte. Las investigaciones sobre Marte adquirieron prioridad debido a las condiciones desconocidas y difíciles de la atmósfera del planeta Venus. La primera nave espacial que visitó Marte fue la Mariner 4 en 1965 y le siguieron varias otras incluyendo las dos Viking en 1976.
El Dr. James Lovelock, un químico británico especializado en ciencias de la atmósfera, inventó un detector de captura electrónica, capaz de seguir la traza de cantidades extremadamente pequeñas de materia en gases y que fue usado para estudiar los efectos del CFC en la formación del agujero de la capa de ozono en nuestra atmósfera en los tempranos 1970. Una década después, la NASA y el laboratorio de Propulsión JET, requirieron la presencia de Lovelock para su proyecto de investigación de evidencias de vida en Marte.
La Tierra, un planeta singular
En colaboración con otros investigadores, Lovelock predijo la ausencia de vida en Marte basado en consideraciones sobre su atmósfera y su estado de equilibrio químico muerto. Como contraste, la atmósfera terrestre es descripta en un estado químico muy alejado de ese equilibrio. El raro balance de gases atmosféricos en la Tierra es único en nuestro sistema solar. Este hecho, podría ser claramente visible para cualquier observador extraterrestre, por comparación de las imágenes de los planetas Venus, La Tierra y Marte.
Y esto pudo ser concretado en las últimas décadas del segundo milenio: el hombre recorre el espacio interplanetario y a través de una tecnología de imágenes, ¡se convierte de hecho en un observador extraterrestre!
Al respecto, Lovelock se hizo a sí mismo la siguiente pregunta: ¿Por qué la Tierra es diferente?
Los análisis muestran que tanto Venus como Marte tienen en su atmósfera cerca del 95% de Dióxido de Carbono y muy poco de Oxígeno y Nitrógeno. ¿Qué ha ocurrido durante billones de años para explicar ésta significativa diferencia? ¿Cómo se produjo ésta condición y cómo ha logrado mantenerse éste equilibrio que químicamente está muy alejado de su equilibrio de muerte?
A fines de 1960, Lovelock ya había dado los primeros pasos para responder a ésta pregunta considerando los comienzos de la vida sobre el planeta Tierra:
Hace aproximadamente unos 3 mil millones de años, en los océanos, bacterias y algas fotosintéticas extraían el dióxido de carbono de la atmósfera liberando oxígeno. Gradualmente, a lo largo de los vastos tiempos geológicos, el contenido de la atmósfera fue cambiando, de un dominio del dióxido de carbono al dominio de una mezcla de nitrógeno y oxígeno, capaz de soportar la vida orgánica sustentada en combustión aeróbica, tal como lo hacen los animales y el hombre.
La hipótesis de Gaia
A todos nos gustaría creer que existe algo (alguna clase de ser superior y bueno) que puede intervenir y salvarnos de las cosas que van mal en nuestro mundo.
La mayoría de la gente siempre ha tenido una creencia de este tipo que la reconforte. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el candidato para este “algo” ha sido Dios (no importa a qué dios se adorara en cada tiempo y lugar) y ésa es la razón por la que, en los veranos secos, los agricultores han levantado sus ruegos para pedir lluvia. Lo siguen haciendo, pero, a medida que los conocimientos científicos aumentan y se empiezan a encontrar cada vez más explicaciones a los acontecimientos de las leyes naturales en vez del capricho divino, mucha gente empieza a desear un protector menos sobrenatural (y quizá más predecible).
Por eso hubo bastante revuelo en la comunidad científica cuando, hace unos cuarenta años, un científico británico, llamado James Lovelock, propuso algo que cumplía estos requisitos. Lovelock dio un nombre a su nuevo concepto hipotético: lo llamó Gaia, por la antigua diosa de la tierra.
Cuando Lovelock publicó la hipótesis de Gaia, provoco una sacudida en muchos científicos, sobre todo en aquellos con una mente más lógica que odiaban un concepto que sonaba tan místico. Les producía perplejidad, y lo más desconcertante de todo era que Lovelock era uno de ellos. Tenía fama de ser algo inconformista, pero sus credenciales científicas eran muy sólidas. Entre otros logros a Lovelock se le conocía por ser el científico que había diseñado los instrumentos de algunos de los experimentos para buscar vida que la nave estadounidense Viking había llevado a cabo en la superficie de Marte.
Y, sin embargo, a los ojos de sus iguales, lo que Lovelock estaba diciendo rayaba en la superstición. Peor todavía, cometió la temeridad de presentar sus argumentos en forma de “método científico” ortodoxo. Había obtenido las pruebas para su propuesta de la observación y la literatura científica, como se supone que debe hacer un científico… Según él, las pruebas demostraban que toda la biosfera del planeta tierra (o lo que es lo mismo, hasta el ultimo ser viviente que habita en nuestro planeta, desde las bacterias a los elefantes, las ballenas, las secoyas y tú y yo) podía ser considerada como un único organismo a escala planetaria en el que todas sus partes estaban casi tan relacionadas y eran tan independientes como las células de nuestro cuerpo. Lovelock creía que ese súper ser colectivo merecía un nombre propio. Carente de inspiración, pidió ayuda a su vecino, William Golding (autor de El señor de las moscas), y a Golding se le ocurrió la respuesta perfecta. Así que lo llamaron Gaia.
Lovelock llegó a esta conclusión en el transcurso de su trabajo científico mientras trataba de idear qué signos de vida debían buscar en el planeta Marte los instrumentos que estaban diseñando. Se le ocurrió que si fuese un marciano en vez de un inglés, habría sido fácil resolver el problema en sentido contrario. Para obtener la solución, todo lo que hubiera necesitado un marciano hubiera sido un modesto telescopio con un buen espectroscopio incorporado. La misma composición del aire de la Tierra proclama la innegable existencia de vida. La atmósfera terrestre contiene una gran cantidad de oxigeno libre, que es un elemento químico muy activo. El hecho de que se encuentre libre en esas cantidades en la atmósfera significa que tiene que haber algo que lo esté reponiendo constantemente. Si esto no fuera así, hace mucho tiempo que el oxígeno atmosférico habría reaccionado con otros elementos como puede ser el hierro de la superficie terrestre y habría desaparecido, exactamente igual que nuestros espectroscopios terrestres han mostrado que cualquier cantidad de oxigeno que hubiese habido se ha agotado desde hace mucho tiempo en nuestros vecinos planetarios, Marte incluido.
Por lo tanto, un astrónomo marciano habría comprendido de inmediato que ese “algo” que repone el oxígeno sólo podía ser una cosa: la vida.
Es la vida (las plantas vivas) lo que produce constantemente este oxígeno en nuestro aire; con es mismo oxígeno cuenta la vida (nosotros y casi todos los seres vivos del reino animal) para sobrevivir.
Partiendo de esto, la idea de Lovelock es que la vida (toda la vida de la tierra en su conjunto) interacciona y tiene la capacidad de mantener u entorno de manera que sea posible la continuidad de su propia existencia. Si algún cambio medioambiental amenazara a la vida, ésta actuaría para contrarrestar el cambio de manera parecida a como actúa un termostato para mantener tu casa confortable cuando cambia el tiempo encendiendo la calefacción o el aire acondicionado.
El término técnico para este tipo de comportamiento es homeostasis. Según Lovelock, Gaia (el conjunto de toda la vida en la tierra) es un sistema homeostático. Para ser más preciso desde el punto de vista técnico, en este caso, el término adecuado es “homeorético” en vez de “homeostático”, pero la distinción solo puede interesar a los especialistas. Este sistema que se conserva a sí mismo, no sólo se adapta a los cambios, sino que incluso hace sus propios cambios alterando su medio ambiente siempre que sea necesario para su bienestar.
Estimulado por estas hipótesis, Lovelock empezó a buscar otras pruebas de comportamiento homeostático. Las encontró en lugares insospechados.
En las islas coralíferas, por ejemplo. El coral está formado por animales vivos. Sólo pueden crecer en aguas poco profunda. Muchas islas de coral se están hundiendo lentamente y, de alguna manera, el coral sigue creciendo hacia arriba tanto como necesita para permanecer a la profundidad adecuada para sobrevivir. Esto es un tipo rudimentario de homeostasis. También está la temperatura de la Tierra. La temperatura media global ha permanecido entre límites bastante estrechos durante mil millones de años o más, aunque se sabe que en este tiempo la radiación solar (que es lo que determina básicamente dicha temperatura) ha ido aumentando interrumpidamente. Por tanto, el calentamiento de la tierra debía haberse notado, pero no ha sido así. ¿Cómo puede haber ocurrido esto sin algún tipo de homeostasis?
Para Lovelock resultaba todavía más interesante la paradójica cuestión de la cantidad de sal en el mar. La concentración actual de sal en los océanos del planeta es justo la adecuada para las plantas y animales marinos que viven en ellos. Cualquier aumento significativo resultaría desastroso. A los peces (y a otros modos de vida marinos) les cuesta un gran esfuerzo evitar que la sal se acumule en sus tejidos y les envenene; si en el mar hubiera mucha mas sal de la que hay, no podrían hacerlo y morirían. Y, sin embargo, según toda lógica científica normal, los mares deberían de ser muchos más salados de lo que son. Se sabe que los ríos de la Tierra están disolviendo continuamente las sales de los suelos por los que fluyen y las transportan en grandes cantidades a los mares. El agua que los ríos añaden cada año no permanece en el océano. Esta agua pura se elimina por evaporación debido al calor solar, para formar nubes que terminan cayendo de nuevo como lluvia; mientras las sales que contenían estas aguas no tienen a donde ir y se quedan atrás.
En este caso, la experiencia diaria nos enseña lo que sucede. Si dejamos un cubo de agua salada al sol durante el verano, se volverá cada vez más salada a medida que se evapora el agua. Aunque parezca sorprendente, esto no sucede en el océano. Se sabe que su contenido de sales ha permanecido constante a lo largo de todo el periodo geológico.
Así que está claro que algo actúa para eliminar el exceso de sal en el mar.
Se conoce un proceso que podría ser el responsable. De vez en cuando, las bahías y brazos de mar poco profundos se quedan aislados. El sol evapora el agua y quedan lechos salinos que con el tiempo son recubiertos por polvo, arcilla y, finalmente, roca impenetrable, de manera que cuando el mar vuelve para recuperar la zona, la capa de sal fósil esta sellada y no se redisuelve. Más tarde, cuando la gente la extrae para sus necesidades, la llamamos mina de sal. De esta manera, milenio tras milenio, los océanos se liberan del exceso de sal y mantienen su concentración salina.
Podría ser una simple coincidencia que se mantenga este equilibrio con tanta exactitud, independientemente de lo que ocurra, pero también podría ser otra manifestación de Gaia.
Pero quizá Gaia se muestre a sí misma con más claridad en la manera que ha mantenido constante la temperatura de la Tierra. Como ya hemos dicho, en los orígenes de la tierra, la radiación solar era una quinta parte de la actual. Con tan poca luz solar para calentarse, los océanos deberían haberse congelado, pero eso no ocurrió.
¿Por qué no?
La razón es que por aquel entonces la atmósfera terrestre contenía mas dióxido de carbono que en la actualidad y éste, afirma Lovelock, es un asunto de Gaia, ya que aparecieron las plantas para reducir la proporción de dióxido de carbono en el aire. A medida que el sol subía la temperatura, el dióxido de carbono, con sus propiedades de retención del calor, disminuía en la medida exacta a lo largo de milenios. Gaia actuaba por medio de las plantas (indica Lovelock) para mantener el mundo a la temperatura óptima para la vida.
Texto extraído de “La ira de la tierra”, escrito por Isaac Asimov y Frederik Pohl

La Teoría GAIA: La Tierra Como Planeta Vivo
Introducción
Efecto invernadero, agujero de ozono, lluvia ácida… los golpes que tiene que aguantarse este planeta. Hasta ahora nos ha protegido y proporcionado todo lo que necesitábamos: calor, tierra, agua, aire. Y su buen trabajo le ha costado. Ha necesitado millones de años para convertir un infierno de fuego y cenizas en un paraíso de océanos, montañas y oxígeno, superando no pocas vicisitudes en forma de choques de meteoritos, desplazamiento de continentes y glaciaciones brutales. Y ahora, Gaia, la Gran Madre, tiene que sufrir las bofetadas de sus propios hijos favoritos, los hombres.
Sí, Gaia, la del ancho seno, eterno e inquebrantable sostén de todas las cosas, la que fuera diosa de la Tierra para los antiguos griegos, es un organismo vivo. Todo nuestro planeta es un organismo vivo, magníficamente dotado para dar a luz las condiciones medioambientales óptimas para el desarrollo de plantas y animales. O por lo menos eso postula la extraordinaria teoría científica formulada por el bioquímico inglés James Lovelock.
En esta monografía desarrollaré esta concepción del científico mencionado, y procuraré destacar la importancia de la misma como soporte teórico de una actividad ecológica planificada que permita salvar a la Tierra y sus habitantes de una destrucción total.
Desarrollo – La Teoría Gaia: La Tierra Como Planeta Vivo
La idea de considerar a la Tierra como un ser viviente es arriesgada, pero no descabellada. Sin embargo, cuando en 1969 Lovelock presentó oficialmente su hipótesis Gaia en el marco de unas jornadas científicas celebradas en Princeton (Estados Unidos), no encontró ningún eco entre la comunidad científica.
Excepto la bióloga norteamericana Lynn Margulis -con quien luego colaboraría-, ningún investigador se interesó por tan alucinante teoría. Para la gran mayoría, Gaia no era más que una entelequia, un interesante ejercicio de imaginación. Quién iba a creerse que nuestro planeta sea una especie de superorganismo en el que, a través de procesos fisicoquímicos, toda la materia viva interactúa para mantenerse unas condiciones de vida ideales! Algunos incluso lo acusaron de farsante. Posiblemente porque, aunque irrelevante, aquella fantástica visión del mundo que ofrecía Lovelock resultaba, si no peligrosa, por lo menos inquietante.
La hipótesis Gaia no sólo contradecía la mayor parte de los postulados científicos precedentes y ponía patas para arriba los modelos teóricos sostenidos como válidos. Suponían, sobre todo, poner en tela de juicio la intocable y sacrosanta Teoría de la Evolución de Darwin: a lo largo de la historia la vida se ha ido adecuando a las condiciones del entorno fisicoquímico. Lovelock proclamaba justo lo contrario: la biosfera -conjunto de seres vivos que pueblan la superficie del planeta- es la encargada de generar, mantener y regular sus propias condiciones medioambientales. En otras palabras, la vida no está influenciada por el entorno. Es ella misma la que ejerce un influjo sobre el mundo de lo inorgánico, de forma que se produce una coevolución entre lo biológico y lo inerte. Un auténtico bombazo científico para aquella época!
Pero la bomba no llegó a estallar. Salvo provocar las protestas airadas de los científicos más radicales adscritos a las doctrinas clásicas, la hipótesis Gaia cayó en saco roto. Y después en el olvido, hasta que en fechas recientes han comenzado a desempolvarla y revisar la validez de sus postulados, forzados quizá por la crisis actual que sufre el planeta. Aunque todavía no se ha demostrado su existencia, Gaia sí ha probado ya su valor teórico al dar origen a muchas interrogantes y, lo que es más importante todavía, al ofrecer respuestas coherentes a las incógnitas más curiosas de la Tierra.
Qué podemos imaginarnos tras ese excéntrico supuesto bautizado como Gaia? El punto de partida de la hipótesis fue la contemplación, por vez primera en la historia de la humanidad, del globo terráqueo desde el espacio exterior. Las naves y sondas enviadas a Marte y Venus en la década de los sesenta para investigar y detectar eventuales indicios de vida y no encontraron ningún vestigio biológico. Sí descubrieron, en cambio, que los pálidos colores de los planetas vecinos contrastan espectacularmente con la belleza verdeazulada de nuestro hogar, porque sus atmósferas son radicalmente diferentes a la terrestre.
Nuestra transparente envoltura de aire es una singularidad, casi un milagro, comparada con las atmósferas que cubren a los planetas vecinos. Los resultados de las investigaciones espaciales establecieron que ambas están compuestas casi exclusivamente por dióxido de carbono y un porcentaje mínimo de nitrógeno. El constituyente más abundante de la piel azul que nos envuelve es, por el contrario, el nitrógeno (79 por ciento), seguido del oxigeno (21 por ciento), mientras que la cuantía de dióxido de carbono no supera el 0.03 por ciento. A estos elementos habría que añadir vestigios de otros gases, como metano, argón, óxidos nitrosos, amoníaco, etcétera. Toda una extraña mezcla!
Pero además de ser una singularidad dentro el Sistema Solar, nuestra atmósfera se comporta de manera menos ortodoxa desde el punto de vista químico. Pensemos, por ejemplo, en la presencia simultánea de metano y oxigeno, dos gases que a la luz del sol reaccionan químicamente formando dióxido de carbono y vapor de agua. La coexistencia de óxido nitroso y amoniaco es igual de anómala que la anterior.
La composición atmosférica terrestre representa una estrepitosa violación de las reglas de la química, y aun así funciona. ¿Por qué? Lovelock descubre en el permanente desequilibrio entre los gases atmosféricos una de las primeras evidencia de intervención de Gaia, del influjo que lo biológico ejerce sobre lo inorgánico. Como en un entorno inerte tan extrañísima mezcla gaseosa sería muy improbable, la única explicación factible es una manipulación diaria desde la propia superficie terrestre. De acuerdo con la hipótesis Gaia, pues, la atmósfera no sería saludable para la vida en la Tierra si la biosfera, esa franja biológica que ciñe al planeta, no se encargara de mantenerla en condiciones, intercambiando constantemente sustancias reguladoras entre uno y otro medio.
Lovelock se preguntó cómo podía la atmósfera transportar esas sustancias que la biosfera toma por un lado y expele por el otro. ¿No presuponía esto la presencia de compuestos que vehiculasen los elementos esenciales -como el yodo y el azufre, por ejemplo- entre todos los sistemas biológicos? Su curiosidad estimuló la búsqueda activa de tales compuestos.
En 1971 partió hacia la Antártida a bordo del velero oceanográfico británico Shackleton, con el propósito de investigar el ciclo mundial de azufre, detectando un componente desconocido hasta entonces, pero potencialmente importante: el dimetil sulfuro. Estudios posteriores revelaron que la fuente principal de esta sustancia no se encuentran en mar abierto sino en las aguas costeras, ricas en fitoplancton. En efecto, la microflora marina, incluso las especies más corrientes de algas, consiguen extraer con asombrosa eficacia el azufre de los iones sulfato presente en el agua del mar trasformándolo en dimetíl sulfuro. Se comprobó además que este gas, liberado a la atmósfera estimula la formación de núcleos de condensación para el vapor de agua, lo que a su vez eleva la concentración nubosa.
En 1987, Lovelock expuso que el ciclo de actividad de las algas es el que última instancia ha determinado la temperatura de la tierra a lo largo de la historia. ¿Cómo lo consigue? ¿Cuál es su mecanismo? 
Los científicos han podido medir una mayor concentración de dimetríl sulfuro en las cuencas oceánicas más calientes, pues es allí donde mejor proliferan las algas. La presencia de un elevado nivel de este gas estimula la formación de masas nubosas que, lógicamente, oscurecen la superficie permitiendo que desciendan las temperaturas. Pero del mismo modo que el calor hace crecer y multiplicar las algas en los océanos, el frío dificulta su proliferación, por lo tanto disminuye la producción de dimetríl sulfuro, se forman menos nubes y comienza una nueva escalada térmica. La autorregulación de Gaia en lo que se refiere a la temperatura, está servida.
Precisamente la historia del clima terrestre es uno de los argumentos de mayor peso en favor de la existencia de Gaia. A lo largo de la evolución de la Tierra, éste nunca ha sido desfavorable para la vida. La biosfera ha sido capaz de mantener el status quo climatológico más adecuado para salvaguardar nuestro bienestar y suministrarnos el entorno óptimo. El registro paleontográfico de la presencia ininterrumpida de seres sobre el planeta desde hace 3.500 millones de años así lo atestigua, al tiempo que nos indica la imposibilidad de que los océanos llegaran a hervir o congelarse. Si la tierra más que un objeto sólido inanimado, la temperatura de su superficie hubiera seguido las oscilaciones de la radiación solar sin protección posible. Sin embargo, no fue así.
Se sabe que, en la remotísima época en que surgió la vida, el Sol era más pequeño y templado y su radiación un treinta por ciento menos intensa. A pesar de ello, el clima resultaba favorable para la aparición de las primeras bacterias: no hacía un treinta por ciento más frío, lo que hubiera significado un planeta devastado por los hielos eternos. Carl Sagan y su colaborador George Mullen han sugerido como explicación la presencia en nuestra ancestral atmósfera de mayores cantidades de amoníaco y dióxido de carbono que hoy, con la función de ‘arropar’ la superficie del planeta, ambos gases ayudan a conservar el calor recibido, impidiendo, por medio del efecto invernadero, que escape al espacio.
Cuando la intensidad de la radiación fue incrementándose, al aumentar de tamaño el Sol, la aparición de organismos devoradores del amoniaco y dióxido de carbono habría disuelto esta manta protectora, de modo que los excesos de calor pudieran disiparse al espacio. La mano sabía de Gaia se vislumbra de nuevo aquí: la biosfera misma fue trasformando, a su favor, las condiciones medioambientales. La vida se revela así como un fabuloso sistema de control activo que regula automáticamente las condiciones climatológicas, de tal forma que nunca sea un obstáculo para su existencia.
Junto a un clima benigno, también es necesario que otros parámetros se mantengan dentro de los márgenes favorables. Por ejemplo, el pH, el grado de acidez del aire, el agua, la tierra se mantiene alrededor de un valor neutro (pH 8), el óptimo para la vida, a pesar de que la gran cantidad de ácidos producidos por la oxidación en la atmósfera de los óxidos nitroso y sulfurosos liberados por la descomposición de la materia orgánica deberían haber hecho aumentar la acidez terrestre hasta un pH 3, comparable al vinagre. Sin embargo, la naturaleza dispone de un neutralizador biológico para que esto no suceda: la biosfera se encarga de fabricar, por medio de los procesos metabólicos de los seres vivos, alrededor de 1.000 megatoneladas anuales de amoníaco – una sustancia muy alcalina-, que resulta ser la cantidad necesaria para anular la acumulación excesiva de los agresivos ácidos.
La regulación estricta de la salinidad marina es tan esencial para la vida como la neutralidad química. ¿Cómo es posible que el nivel salino medio no supere el 3,4 porciento, cuando la cantidad de sales que lluvias y ríos arrastran hacia los océanos cada 80 millones de años es idéntica a toda la actualmente contenida en ellos? De haber continuado este proceso, el agua de los océanos, completamente saturada de sal, hubiera llegado a ser mortífera para cualquier forma de vida. ¿Por qué entonces los mares no son más salados? Lovelock asegura que, desde el comienzo de la vida, la salinidad ha estado bajo control biológico: Gaia ha servido de filtro invisible para hacer desaparecer la sal en la misma medida en que la recibe.
Este increíble equilibrio que se da entre lo inerte y lo vivo y que conforma la unidad del planeta como sistema, debe ser preservado. La ciencia de la ecología nos advierte de ello, y nos urge a tomar medidas preventivas para que nuestro planeta no quede destruido.

Bibliografía Consultada 
Pianka Eric, “Ecología evolutiva”, Ediciones Omega, Barcelona, 1982. 
Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, “Nuestro futuro común”, Alianza Editorial, Madrid, 1989. 
Moriarty F., “Ecotoxicología”. El estudio de contaminantes en ecosistemas”, Editorial Academia, León, Madrid, 1985.
* Fundación Ecológica Neuquina (FUNDEN) 
www.ecologiasocialnqn.org.ar

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