El paseo a ninguna parte


Daniel Bernabé

Una calle comercial en una ciudad mediana del sur de España, sábado por la mañana, la gente pasea en los últimos días del invierno. Más que interesados en los escaparates parecen dejarse llevar por lo conocido, por esa placidez que nos sitúa a todos en un punto medio donde nos hacemos indistinguibles, seguros en nuestras identidades compartidas. La cría con los patines nuevos, cara de cumpleaños reciente, pasos todavía torpes. Los adolescentes atolondrados probándose los atractivos con miradas y carreras. Parejas de la mano, parejas con carrito, parejas con bastón. El hombre del kiosko colocando unas revistas con la lentitud de quien hace algo tan sólo para llenar el tiempo. Algunos grupos de cuatro personas detenidos, saludos casuales de quien se vio hace un par de semanas, de quien se lleva viendo toda la vida. Pronto llegará el aperitivo.
 
Fuera de allí, al otro lado de la avenida que corta este mundo, un hombre al lado del semáforo. Por el pelo, largo y canoso, su cuerpo encorvado y sus manos, ya arrugadas, hace tiempo que pasó los sesenta años. Va vestido de payaso. Vestido ni siquiera con un uniforme profesional de ex-actor de circo, sino con un disfraz barato de esos que traen a los bazares orientales para carnaval y luego, sin venderse, acaban esquinados en la tienda. Un sombrerillo de plástico, la nariz de goma, un maquillaje aplicado sin maestría. Ha construido un tenderete con un par de cajas y una tela. Encima un piano electrónico de los que se regalaban en las comuniones de los ochenta. A pilas, apenas se oye. Da igual porque ni siquiera toca, ha puesto una de las melodías pregrabadas y pasa los dedos por el teclado sin convicción.
Nadie le mira, él mira al infinito. A su alrededor un hueco, distancia de seguridad, cordón sanitario. Ni siquiera los municipales, detenidos allí para evitar a los manteros, se atreven a decirle nada. Cuando el semáforo se pone en verde los peatones cruzan aliviados, él deja de fingir que toca aunque la música permanece. La visión es lamentable, toda ella, tanto que dudo si puedo escribirla, si el episodio pasará el sesgo de lo plausible. Recuerdo que hará unos cinco años me cruzaba a menudo con un personaje similar en la Gran Vía de Madrid. Tanto que a ese pude verle los ojos, por lo que dejó de ser personaje para pasar a ser persona. Nunca tuve la intención de convertir su historia en un objeto de consumo periodístico, de exponer la intimidad de su trayecto a todos, de saciar mi curiosidad de prosista. Supongo que por algo se disfrazaba. Las cosas se joden, no hay que saber más.
No hay que saber más porque las historias personales son la excusa a los engranajes rotos que están muy por encima del individuo. Es más fácil atribuir el tropezón al que anda que al firme deteriorado, más cómodo pensar que el náufrago social se ha caído del barco por impericia que por un empujón: no cabía nadie más. Tampoco me encuentro con capacidad moral para afear los silencios y las cegueras. En aquel semáforo no se encontraban los responsables de que un jubilado buscara unas monedas con las que llegar al final del día. Sí afirmar que pasar al lado de la miseria sin inmutarse, además de costumbre aprendida a la desigualdad, tiene que ver con ese miedo profundo que sienten las presas frente a los depredadores, con esa esperanza de que permaneciendo quietos se harán invisibles al peligro. El hombre disfrazado de payaso recordaba que toda esa normalidad de la que disfrutaban los paseantes era algo quebradizo y momentáneo. Que cualquiera de ellos podría acabar siendo él.
Si nuestro capitalismo tiene un problema no es el de la desigualdad, sino lo aleatoria que resulta esa desigualdad. Suena crudo, poco humano, pero es así. Un sistema como el actual pervive por representar los intereses de una minoría con un enorme poder acumulado. Un poder basado en el control de las mediaciones culturales que no sólo justifican un estado determinado de las cosas, sino que presentan ese estado como el único posible. Un poder respecto a los resortes de la economía, la política y las instituciones y en último término el poder efectivo de las armas. Pero no solo. Un sistema necesita la connivencia de un grupo, que aunque minoritario en el conjunto de la sociedad, sea lo suficientemente amplio para servir de correa de transmisión a los designios que vienen desde arriba, esto es, la clase media. Una clase existente como realidad material, que ocupa puestos ejecutivos y sirve, también como idea, para construir la gelatina que da forma a la estructura y al futuro como aspiración de los que están más abajo.
El problema es que mientras que durante una gran parte del siglo XX las certezas, no solo ideológicas, sino materiales eran moneda común en la vida de las personas, hoy esto ha dejado de ser así. Y no por un suceso impredecible, por una coyuntura o una etapa negativa, sino por la propia forma especulativa, de casino, que el capitalismo ha tomado. Un ejecutivo o un mando intermedio de una gran compañía tenía no sólo una posición, sino también la seguridad de mantener un nivel de renta y propiedades estable o creciente. Incluso un trabajador, hasta bien entrados los ochenta, tenía, dentro de su escala, esa misma estabilidad. Y es más, una esperanza de que sus hijos mantendrían o incluso superarían su posición.
Actualmente ya no es sólo la clase trabajadora la que carece por completo de presente y futuro, sino la clase media la que ha visto quebrada su posición y aspiraciones. Y todo parece indicar que es un camino sin retorno.
Cualquier estructura favorece a quien más la sustenta. Pero si existe una forma de seguir manteniendo las complicidades, cuando esos favores empiezan a ser escasos, es inducir el miedo. Ya que no se puede eliminar la incertidumbre se asume introduciendo nuevas divisiones, siempre como amenaza, basadas en la nacionalidad, la raza, la religión o incluso la capacidad. De igual forma que el capitalismo pudo coquetear con la democracia, los derechos humanos y el estado del bienestar, la clase media pudo mantener un idilio con el progresismo. Hoy la clase media abjura de socialdemócratas y mira a la ultraderecha, la declarada y la que aún se excusa en el liberalismo pero comparte objetivos, métodos y programa. La amenaza sistémica a su posición, inasumible -hasta desde un punto de vista psicológico- pasa a ser una amenaza de extranjeros, o quien toque. Incluso pobres, que ya son todos los que están por debajo de ellos.
Vivimos tiempos extraños donde compensamos el malestar con consumibles, la inseguridad con miedo, la indeterminación con retroceso. Donde los que más daño han hecho son los que se apresuran a ofrecernos las recetas de la cura. Donde un hombre vestido de payaso, parado en un semáforo, puede recordarnos que nuestros paseos nunca conducen a ninguna parte. Gracias por la actuación.

Fuente: http://www.lamarea.com/2017/03/22/paseo-ninguna-parte/ - Imagenes: ‪El País‬ - El Roto

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