EEUU: El Paraíso está ardiendo


Fuego en el Fin del Mundo

Introducción de Tom Engelhardt

Normalmente, a los estadounidenses nos encanta batir récords (“¡Somos el número uno! ¡Somos el número uno!”). Pero los últimos récords publicados por la Administración Nacional de los Océanos y la Atmósfera deberían helarle el corazón a cualquiera. La Sociedad Meteorológica Mundial lo puso así en un reciente comunicado de prensa: “La temperatura promedio en las superficies terrestre y marina entre enero y junio de 2015, lo mismo que la de junio, han sido las más altas de este periodo, lo que establece un nuevo récord”. Este junio se ha batido el récord mundial de calor, como ya había pasado en mayo y marzo en este año que rompe termómetros; febrero también podría haber llegado a ser el número uno entre los registros históricos. De ser así, cuatro de los [primeros] seis meses de este año han sido únicos por los intensos calores. Y cerrar las escotillas ya que se sabe oficialmente que este año es un año de El Niño, en el que las temperaturas superficiales del agua en la parte tropical del océano Pacífico están subiendo significativamente y posiblemente lleguen a registros históricos; las pautas climáticas y de tormentas en el mundo podrían verse muy afectadas. 
¿Adónde está esa (desprestigiada) “pausa” en el calentamiento global ahora que la necesitamos? En el oeste de América de Norte, todavía sujeto a tremendas sequías, arrasadores incendios arden furiosamente desde California a la parte occidental de Canadá y Alaska. Cientos de esos incendios en Canadá están quemando todo y obligando a que sus habitantes abandonen las zonas afectadas; así, se ha creado una nueva expresión en nuestro lenguaje: “refugiados del fuego”. Aquí hay dos nuevas palabras que en el futuro pueden convertirse en un lugar común: “huir” (“de hoteles y zonas de acampada”) y “evacuación” –en el parque nacional Glacier de Montana, parte del cual está ardiendo–.

* * *
El duro aprendizaje de la palabra “antropogénico”

TomDispatch


El más húmedo de nuestros bosques pluviales en el Estados Unidos continental se ha prendido fuego; el humo era tan espeso que podía verse desde muchos kilómetros. En la profundidad del parque nacional Olympic, estado de Washington, la tan acertadamente llamada Hoguera del Paraíso, imparable a pesar de lo húmedo del entorno, estaba devorando el bosque y destruyendo un Edén ecológico. En esta estación de sequía en todo el Oeste ha habido incendios mucho mayores pero ninguno tan simbólico ni tan pleno de noticias nefastas. No es por el tamaño del fuego (aunque es el mayor en la historia del parque) ni por su intensidad. Es absolutamente otra cosa; el hecho de que de ninguna manera el fuego debía haberse producido. Cuando el fuego puede acabar con un bosque pluvial con un clima relativamente fresco, sabemos que es la Tierra la que ha empezado a arder.

El humo está en mis ojos
“¡Qué bajón! Ni siquiera se ve el monte Olympus”, exclamaba un decepcionado turista en el centro de recepción de Hurricane Ridge. Sin dejar de apuntar su cámara hacia la montaña cubierta de humo, el turista agregó que “en un día soleado como este”, normalmente habría obtenido una “buena imagen de la cadena de montañas”. Ciertamente, en un buen día, ese sitio de avanzada garantiza una perfecta imagen de tarjeta postal de las montañas Olympic y sus glaciares; esto hace de Hurricane Ridge el sitio más visitado del parque, con el espectacular bosque a pocos pasos de allí. Mucha gente ha hecho sus fotos aquí. Con sus más de tres millones de visitantes por año, este parque sigue a muy poca distancia a los más famosos del oeste de Estados Unidos –Yosemite y Yellowstone– en los circuitos turísticos.
El pasado fin de semana* llovió y remojó el bosque pluvial sin apagar la Hoguera del Paraíso. No obstante, en ese ardiente domingo 19 de julio la humedad produjo unas enormes nubes de humo que impidieron la visión en muchos kilómetros. A pesar de que desde el centro de recepción no se veía fuego –era el antiguo bosque pluvial del valle del Queets, del otro lado del monte Olympus, el que se estaba quemando– grandes columnas de humo se elevaban desde los valles del Elwha y el Long Creek.
Por entonces ya me di cuenta de que el humo se había convertido en mi compañía. Mi primer encuentro con él había sido un soleado domingo dos semanas antes.
El 5 de julio, fui a Hurricane Ridge con el historiador de la cultura ambiental y autor de Seeing Green: The Use and Abuse of American Environmental Images (Ver en verde: el uso y abuso de las imágenes de EEUU), Finis Dunaway. Como esta comarca es mi segunda naturaleza, me sentí impresionado y triste desde el mismo momento en que bajé del coche. En una estación en la que los prados y las colinas debían mostrar un lujurioso verde y estar cubiertos de flores silvestres, estaban de un color pardo oxidado y completamente secos.
Normalmente, aunque esos prados estén cubiertos de nieve, las azucenas y los lirios asoman por doquier. Tan pronto como la nieve se derrite, hay un desenfrenado estallido de liliáceas en flor. Les siguen los altramuces, las castillejas, los lirios atigrados, las aguileñas y muchas más. Esos prados, con sus miles de colores, son una maravilla para fotografiar, pero esas flores proporcionan además alimento a los pájaros y otros animales, entre ellos, la endémica marmota Olympic a la que sobre todo le gusta –como señala el Servicio de Parques Nacionales– “las frescas y tiernas plantas en flor como los altramuces y los lirios de los glaciares”.
Lo normal es que en esos prados subalpinos la nieve permanezca hasta fines de junio o principios de julio, pero el último invierno y la primavera han sido “cualquier cosa menos típicos”, como señaló le edición de verano del periódico Bluger –que sale cuatro veces al año–. Las temperaturas promedio de enero y febrero en la estación de Hurricane Ridge fueron casi 3º C más altas.
Hacia finales de febrero, quedaba “menos del 3 por ciento del nivel normal” de acumulación de nieve en las montañas Olympic, y en los prados, que solían tener más de 1,80 metros de nieve, casi no había nieve. Como también lo destacó Bugler, los datos más recientes y las proyecciones científicas sugieren que “esta tendencia al calentamiento y a una menor acumulación de nieve es algo a lo que los habitantes de la región noroeste cercana al Pacifico habrán de acostumbrarse... ¿Qué significa esto para las flores silvestres, para el salmón, que ama el agua fría, y miles de animales que dependen de la súbita aparición de la vegetación en el verano regada por el derretimiento de la nieve?”. Lamentablemente, la respuesta es muy sencilla: anuncia el desastre para la ecología del parque.
Sigamos en el bosque pluvial; las noticias no son menos desalentadoras. Este enero, llovió un 26 por ciento menos de lo normal: en febrero, 17 menos; en marzo, la precipitación fue normal; y en abril, 23 por ciento menos. Peor aún; en general, el agua caída era lluvia, no nieve, y la culpa fue de unas temperaturas invernales más altas que las medias. Entonces, la sequía –que ya se abatía sobre buena parte de la Costa Oeste– llegó al bosque pluvial. En mayo, las precipitaciones fueron un 5 por ciento menores a lo normal y en junio disminuyeron todavía más, hasta un increíble 96 por ciento menos que lo normal; ambos registros son récords históricos para esos meses. El suelo del bosque se secó, y también se secaron los musgos y los líquenes que cuelgan profusamente en las ramas de los árboles, creando así una abundancia de un material tan inflamable como la yesca y preparando el bosque para la posible ignición por rayos.
Ese día, yo estaba tratando de mostrar a Finis el sitio en la sierra de Hurricane desde donde yo había fotografiado –en 1997– a un ciervo de cola negra. Esa foto resultó ser un momento decisivo en mi vida; con ella gané el premio a la diapositiva del año del club fotográfico Boeing y eso me animó a renunciar a la seguridad de una carrera en una oficina y empezar a trabajar en un proyecto conservacionista en el Refugio Nacional de la Vida Silvestre en el Ártico, de Alaska.
Tal como sucedió, no era un día para la nostalgia ni para ver gran cosa. Cuando llegamos a la sierra de Hurricane, nos encontramos con que las montañas Olympic estaban ocultadas por el humo de la Hoguera del Paraíso. Entretanto, mirando hacia el norte, en dirección al estrecho de Juan de Fuca en el mar de Salish, todo lo que podíamos ver era la calima de color ámbar. Es decir, más humo, proveniente de más de 70 incendios forestales activos en la Columbia Británica, Canadá. Mientras escribo esto, hay 14 incendios de bosques en actividad en el estado de Washington y otros cinco en Oregon; la Columbia Británica ha registrado 185 incendios forestales.
Entonces, quien viva en el reseco Suroeste y esté soñando con irse a vivir en el fresco y húmedo Noroeste junto al Pacífico, más vale que se lo piense dos veces. En la península Olympic, la calima cubre el horizonte y la sequía es la más intensa desde 1895.
Un bosque pluvial en un Parque Nacional
A los visitantes de la península Olympic les parece algo obvio que un bosque pluvial templado –en sí mismo una maravilla de la naturaleza– debe estar en parque nacional. Tal como sucedió, conseguir que fuera incluido resultó ser una de las batallas más agotadoras de la historia del conservacionismo de Estados Unidos; ver la destrucción del parque y recordar aquellas luchas hace crecer aún más la amargura.
Hace 200 años las extensiones cubiertas de bosque pluvial templado cercanas al mar se iban desde el norte de California hasta el sur de Alaska. Hoy día, apenas queda un 4 por ciento de las secuoyas de California, y en los estados de Oregon y Washington los bosques cubren menos del 10 por ciento que en otros tiempos. Aun así, con todo lo degradados que están en esta región ecológica –con la Columbia Británica y Alaska– representan más de la cuarta parte de lo que queda en el mundo de los bosques pluviales templados en zonas costeras.
En la era del cambio climático, esto importa, porque los bosques pluviales del litoral Pacífico son tan productivos que tienen mucha más biomasa que otras zonas comparables de selva tropical. El significado de esto es que los bosques pluviales del Pacífico almacenan una impresionante cantidad de carbono en su madera y su suelo, y esto contribuye al mantenimiento de un clima templado. Sin embargo, cuando la madera se quema, como viene ocurriendo, el carbono almacenado se libera rápidamente en la atmósfera. Las enormes columnas de humos que vimos en Hurricane Ridge son el testimonio visual del más vasto desastre ecológico que está por venir.
El viejo bosque pluvial que se extiende por los valles del Parque Nacional Olympic son las joyas de la corona del parque. La UNESCO, en su reconocimiento del parque como parte del Patrimonio Mundial, lo puso así: “... contiene el mejor ejemplo de mantenimiento y protección de bosque pluvial templado del Noroeste Pacífico”. En esos valles fluviales, la precipitación anual no se mide en pulgadas sino en pies; este es el sitio más húmedo de la porción continental de Estados Unidos. El visitante de estos lugares puede encontrar gigantes vivos: una pícea que tiene más de 1.000 años, un abeto Douglas de 100 metros de altura, una especie de abeto (Tsuga mertesiana) de 45 metros de altura, cipreses nootka (o amarillos) cuyo tronco puede tener unos cuatro metros de diámetro y una secuoya cuyo tronco tiene más de 18 metros de circunferencia.
Los bosque pluviales dan albergue a innumerables animales; la mayor parte de ellos se mantienen escondidos y fuera de la vista. Aun así, cuando se camina por los senderos, es posible oír al wapití Roosevelt u olímpico o verlo fugazmente, en medio de los arces decorados con musgo y envueltos por la niebla (aquí encuentra refugio la mayor manada de este cérvido de América del Norte). Verlo es como entrar en un paisaje descrito por Tolkien. De paso sea dicho, estos wapitíes se llaman así en homenaje al presidente Theodore Roosevelt quien, en 1909, protegió casi 250.000 hectáreas de la península al crear el Monumento Nacional Montañas Olympus.
¿Por qué no incluyó un bosque pluvial en un parque nacional? Esa fue la pregunta formulada en el comienzo del siglo XX; Henry Graves, jefe del Servicio Forestal de Estados Unidos la respondió de esta forma tan definitiva: “Sería un gran error que en un parque se incluyeran grandes masas de madera comercial”.
No obstante, a pesar del poderío de la industria maderera y del Servicio Forestal, cinco ciudadanos comprometidos y de pocos recursos se las arreglaron de algún modo para proteger lo último que quedaba de bosque pluvial en la península. “Lo consiguieron involucrando a la sociedad”, escribió Carsten Lien, ambientalista y ex guarda forestal, en su libro Olympic Battleground: Creating and Defending Olympic National Park (Campo de batalla olímpico: crear y defender el Parque Nacional Olympic). Y agregó: “Hoy sabemos que el comienzo de la conservación del medioambiente mediante la acción directa de los ciudadanos tuvo lugar en la lucha por el Parque Nacional Olympic”.
En 1938, el monumento nacional fue convertido en el Parque Nacional Olympic y allí se incluyó una extensión importante de bosque pluvial. Sin embargo, como Lien lo descubriría a fines de los cincuenta, el Servicio del Parque, a pesar de la retórica de la administración, continuó permitiendo que las empresas madereras entraran allí. Hoy día, esas actividades son cosa del pasado, aunque la tala comercial sigue teniendo un papel importante en la economía de la península y sus bosques, sean nacionales, estatales o privados.
Un incendio que no parará
Una vez que empezó el fuego, ya no pude alejarme de él. En un lluvioso 10 de julio, por ejemplo, mientras escuchaba a James Taylor cantando Fire and Rain, cogí la carretera que lleva al valle del Queets para averiguar algo sobre la Hoguera del Paraíso de modo de poder “hablar sobre lo que se avecina”.
En el camping de Kalaloch, pregunté a la primera trabajadora del parque que encontré si acaso la lluvia, que después se puso más fuerte, podría extinguir el fuego. “Moderará su propagación”, me dijo ella, “pero no lo apagará. Hay demasiado combustible en el valle.”
A la mañana siguiente, con la lluvia aún cayendo sin parar y el fuego ardiendo, me detuve en el comienzo de la pista que va al valle pensando en lo que otra empleada del parque me había dicho: “Lo triste”, dijo, “es que el fuego está ardiendo donde están los árboles más añosos del valle”. En otras palabras, allí estaba yo, a escasos kilómetros de la destrucción de la parte más antigua del bosque. Como Queets es uno de los sitios de acceso más difícil, es también el lugar donde menos atención se le dio al incendio en comparación con, digamos, el siempre tan visitado valle del Hoh.
En cierto sentido, la Hoguera del Paraíso ha estado ardiendo lejos de la vista del público. La información sobre el fuego llegaba por las notas de prensa y los comunicados del Servicio de Parques Nacionales. Aunque está haciendo un buen trabajo con la información, los desastres medioambientales y las lecciones que se puedan extraer de ellos tienen más peso cuando son observados por los ciudadanos de a pie y penetran en la memoria colectiva mediante las anécdotas, los miedos y las esperanzas de la gente.
Desayuné en el restaurante del refugio de Kalaloch, no lejos de Queets; mientras tanto, la lluvia continuaba. “¿Cuándo saldrá el sol?”, preguntó a la camarera una señora mayor en la mesa de al lado, como quejándose por el servicio. “La lluvia no ha parado de caer en todo el fin de semana.”
“Yo estoy muy feliz; por fin tuvimos tres días de lluvia”, respondió cortésmente la camarera. “Este verano ha llovido la décima parte de lo normal; eso es malo para los árboles y toda la vida en esta zona.” De hecho, la península había recibido bastante lluvia, sobre todo el último invierno, pero las palabras de la camarera no podrían haber sido más acertadas. “Todo estaba tan seco que los salmones no podían moverse en el río”, agregó. Su cara se iluminó un poco mientras continuaba, “Con esta lluvia, los ríos crecerán y el salmón podrá subir por el río para desovar. Así, volverá a haber salmón.”
Le pregunté a la camarera de dónde era. “Del país Quinault”, respondió; se refería a una de las tribus nativas del lugar, que depende tanto alimentaria como culturalmente de esos salmones.
El Queets, el río más caudaloso del lado occidental de las montañas Oympics, hoy lleva menos de un tercio del caudal normal”, informó el Seattle Times. “Malas noticias para el salmón silvestre, la trucha arco iris y otros dos tipos de trucha que viven en ese río”. Además de no producirse acumulación de nieve y de la intensa sequía, los característicos glaciares de las montañas Olympic se están derritiendo rápidamente, probablemente una condena para los ríos del parque y su vibrante ecosistema. Según Bill Bacus, científico que trabaja en el parque, en los últimos 30 años esos glaciares han encogido alrededor de un 35 por ciento, una consecuencia directa del impacto producido por el cambio climático.
Después de desayunar, partí hacia el valle del Hoh. En el centro de recepción del valle, un guarda forestal me contó la batalla contra el fuego que se esta librando a raíz de la Hoguera del Paraíso. Después de hacerme un resumen de la desesperada situación, me dijo: “Nuestro objetivo es confinar el fuego, no intentamos contenerlo”. Normalmente, el éxito en la lucha contra un incendio forestal se mide con el porcentaje de la zona boscosa en la que el fuego ha sido contenido, pero no es así en el caso del Paraíso. Ahora mismo, nuestra prioridad es la seguridad de los bomberos y de las comunidades humanas”, me explicó el guarda. Como resultado de ello, el Servicio de Parques Nacionales está dejando que el fuego queme las zonas más silvestres, donde no se lo combate, mientras se intenta detener su propagación en la dirección de las comunidades humanas y las partes de bosque pobladas de especies madereras comercialmente valiosas fuera del parque.
Para los bomberos, el combate contre el fuego en un añoso bosque pluvial con empinadas laderas es, en el mejor de los casos, una faena peligrosa y casi imposible. Árboles de gran tamaño “se vienen abajo a cada momento”, le dijo el bombero Dave Felsen al Seattle Times. “Puedes oír el crujido y tratas de escapar, pero todo es tan espeso que prácticamente no hay por dónde si ves que hay algo se te viene encima”.
Por otra parte, muchos de los métodos tradicionales de lucha contra un incendio forestal no funcionan en el Paraíso. Dejar caer agua desde un helicóptero, por dar un ejemplo, casi no tiene sentido. Como señaló un periodista del NPR, el dosel que forma la vegetación “es tan denso que es muy poca el agua que llega al sotobosque, que es donde está el fuego”. Incluso peor, según informó el Washington Post; el porte de los árboles y la espesura “hacen imposible hacer un cortafuegos que sea efectivo” a través del follaje para contener el avance de las llamas.
Los líquenes y el musgo, que dan al bosque su mágico aspecto, ahora mustios y resecos, ayudan a la propagación del fuego de árbol en árbol; además, también se prende fuego el sotobosque, seco en su mayor parte. En otras palabras, el bosque, que normalmente habría contenido el fuego, ahora se ha transformado en un montón de yesca.
“En nuestra profesión son pocos los que han visto un incendio como este en este tipo de ecosistema”, les dijo Bill Hahnenberg, jefe del dispositivo encargado de la Hoguera del Paraíso, a los integrantes de su equipo. “Toda la información que podáis reunir será muy valiosa”. Él no tuvo necesidad de agregar lo obvio: esa información sería valiosa porque daría pistas sobre la forma de combatir futuros incendios en una región que, cada vez más seca y calurosa, necesitaría cada vez más de sus servicios.
Que yo sepa, el fuego sigue ardiendo, pero a medida que el verano se hace más cálido, el Seattle Times informa: “todavía existe la posibilidad de un incendio total que se propague espectacularmente cuando las copas de los árboles sean pasto de las llamas”. Según varios trabajadores del parque con quienes hablé, la Hoguera del Paraíso podría arder hasta que las lluvias de otoño vuelvan a los valles. Hasta el 23 de julio, las llamas habían devorado 7.206 hectáreas, una extensión que parece modesta en comparación con otros fuegos en el Oeste de Estados Unidos. Pero es necesario recordar que, tratándose de bosque pluvial templado, estos guarismos no tienen nada de modestos. Esta cuestión plantea también un desafío a la tan estadounidense idea de la conservación de la tierra.
Durante los últimos años del siglo XIX y todo el siglo XX, los ambientalistas de Estados Unidos lucharon apasionadamente para proteger grandes extensiones de tierras y aguas públicas. Los parques nacionales, los monumentos, los refugios para la vida silvestre y las reservas naturales que contribuyeron a crear están en la base de una nueva identidad estadounidense. Dejando a un lado el nacionalismo, tales tierras y aguas protegidas por las políticas públicas son refugio de una increíble diversidad de especies [botánicas y zoológicas], algunas de las cuales difícilmente habrían podido sobrevivir junto a una sociedad de industrialización y consumo en continua expansión. Hoy día, esa diversidad de vida dentro de estas tierras y aguas públicas corre un creciente peligro por el cambio climático.
Entonces, ¿qué rasgos debe tener el conservacionismo medioambiental en un siglo XXI en el que la Hoguera del Paraíso podría llegar a ser algo normal?
Buques tanque y plataformas de perforación
“Este no es un incendio causado por el hombre”, insistía el guarda forestal con el que hablé en el centro de recepción del valle del Hoh. En el sentido más estricto, eso es verdad. A últimos de mayo, un rayo alcanzó a un árbol en el valle del Queets y así se inició el incendio que ardió después y se extendió lentamente a lo largo de la margen norte del río. A mediados de junio, el fuego fue por fin detectado y se llamó a los bomberos. Que esa rayo le quite el adjetivo de “antropogénico” –provocado por el hombre– a la Hoguera del Paraíso en otra época podría haberse dado por sentado, pero en un mundo que se está calentando por la quema de los combustibles fósiles, nociones como esa han de ser repensadas.
Lo extraordinario de estos incendios nos habla de la naturaleza antropogénica del origen de este en particular. Después de todo, un bosque pluvial templado es una vasta acumulación de biomasa; así, una disminución del carbono solo es posible gracias a lo infrecuente del fuego en semejante hábitat. Según el Fondo Mundial de la Vida Silvestre (WWF, por sus siglas en inglés) en esos bosques, “La combinación única de temperaturas moderadas y lluvias muy copiosas crea una condición climática en la que un incendio es algo extremadamente raro”.
El ciclo natural de los incendios en bosques como el que nos ocupa es de entre 500 y 800 años –es decir, una vez en cada medio milenio o más, este tipo de bosque puede experimentar un incendio de proporciones moderadas–. Pero ahora eso está cambiando. Mark Huff, que estudia los incendios forestales en el parque desde la segunda mitad de los setenta, le dijo a la emisora pública de radio KUOW, de Seattle, que en los últimos 50 años ya hubo “tres incendios” en la zona, incluyendo el del Paraíso, a pesar de que los otros dos fueron menos destructivos. Según el informe del Servicio de Parques Nacionales – Olympic National Park; Fire History 1896-2006– durante ese lapso, hubo dos incendios provocados por rayos que quemaron más de 400 hectáreas en el bosque occidental, y otro más en el que ardieron mas de 2.000 hectáreas.
Si embargo, si los incendios en los bosques pluviales se convierten en la norma, comenta Patty Happe, bióloga de la vida silvestre en el parque nacional Olympic, “es posible que nos quedemos sin esos bosques”.
A principios de este año, un equipo internacional de expertos en cambio climático y bosques pluviales publicó un estudio en que advierte de que “sin una drástica e inmediata reducción de la emisión de gases de efecto invernadero y [la implementación de] nuevas medidas de protección forestal, la franja de bosques pluviales templados más dilatada del mundo, que se extiende desde Alaska hasta las secuoyas [de California] sufrirá pérdidas irreparables”. De hecho, dice el director del estudio, Dominick DellaSala, “En el Pacífico Noroeste... podría ser que el clima ya no fuera capaz de sostener a las comunidades del bosque”.
Conversando sobre la antropogenia en nuestro camino de regreso, Finis y yo paramos en Port Angeles, la ciudad más grande de la península. Allí vimos el gigantesco petrolero Pegasus Voyager (tiene casi 276 metros de eslora) de la empresa Chevron amarrado al muelle de este puerto en el mar de Salish [estrecho de Juan de Fuca]. Había llegado en lastre al puerto para realizar algunas reparaciones en la superestructura. En estos momentos solo un limitado número de buques tanque y barcazas de carga llegan a este puerto para hacer reparaciones, repostar combustible y otros servicios, pero esto puede cambiar drásticamente si se concreta el proyecto canadiense de extracción de arenas bituminosas y este producto particularmente sucio en la producción de energía es exportado en enormes cantidades a Asia.
Esa industria ya está haciendo todo lo posible para construir dos tuberías desde Alberta, el sitio donde está la mayor parte de esas arenas, hasta la costa de la Columbia Británica. “Cuando la arena bituminosa invada estas costas”, se puede leer en una publicación del servicio de prensa del Consejo de Defensa de los Recursos Naturales, “se necesitarán hasta 2.000 barcazas y petroleros más para transportar el petróleo a los puertos de Washington y California y los mercados internacionales del otro lado del Pacífico.” Todas esas barcazas y petroleros pulularán entre el mar de Salish y los puertos de la costa del estado de Washington.
Y no olvidemos que en el pasado mayo, amarró en el puerto de Seattle el Polar Pionner, una de las dos plataformas de perforación flotantes que posee la empresa Shell Oil. Esta empresa tiene planificado utilizar ambas para hacer perforaciones de exploración en el mar de Chukotka, frente a la parte más boreal de Alaska (un proyecto que acaba de conseguir la luz verde de la administración Obama). De hecho, Shell tiene pensado usar el puerto de Seattle como punto de escala para su flota de perforación en el Ártico. La llegada del Polar Pionner inspiró una campaña de “kayaktivistas”, que recibió cobertura de los medios nacionales e internacionales. La campaña se centró en llamar la atención acerca del peligro de hacer perforaciones petroleras en un océano Ártico que está derritiéndose, trayendo a colación la importante contribución que este nuevo proyecto de extracción de combustible fósil significaría para el cambio climático.
Para decirlo de otra manera: dos de los proyectos de extracción de combustibles fósiles potencialmente más destructivos del planeta en relación con el cambio climático han reservado la península Olympic para quemarla.
Los puertos de la costa del estado de Washington, un estado orgulloso de su administración ambientalista, se han convertido ya en la base de apoyo de una de las industrias y es probable que la otra se sume en los años venideros. Poco a poco los residentes del estado de Washington se acostumbrarán a las plataformas de perforación, los buques tanque y los trenes de transporte de combustibles, mientras sus bosques ardan en hogueras aún más paradisíacas.
Mientras tanto, la península Olympic continúa cubierta de humo, el Oeste sigue siendo la central de las sequías y es conveniente que todos aprendamos pronto la palabra “antropogénico”.
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Subhankar Banerjee es un fotógrafo que ha expuesto en todo el mundo y escritor. Su libro más reciente es Arctic Voices: Resistance at the Tipping Point. Colaboradar habitual de TomDispatch, ganó el premio de la Lannan Foundation Cultural Freedom de 2012. Banerjee se ha implicado intensamente con las tribus nativas del Ártico para tratar de impedir la destrucción de la tierra y los mares de Alaska.
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García. Imagen: www.washingtonpost.com

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