La política de la extinción


TomDispatch

La guerra contra la naturaleza

Introducción de Tom Engelhardt 
En su libro éxito editorial The Sixth Extinction (La sexta extinción), la extraordinaria periodista de temas del medio ambiente del New Yorker, Elizabeth Kolbert, informa acerca de un acontecimiento apenas conocido en este momento, un acontecimiento que solo ha ocurrido cinco veces en la historia más remota de la vida en el planeta Tierra. Como ella escribe, “Se estima que un tercio de los arrecifes de coral del mundo, un tercio de los moluscos de agua dulce, un tercio de los tiburones y rayas, un cuarto de los mamíferos, un quinto de los reptiles y un sexto de las aves está en camino de caer en el olvido. Esto está pasando en todos los sitios: en el Pacífico Sur y en el Atlántico Norte, en el Ártico y en el Sahel, en los lagos y en las islas, en lo más alto de las montañas y en los valles. Si sabéis mirar, es posible que en vuestro propio jardín encontréis señales de la extinción en curso. 
Los científicos creen que este acontecimiento de extinción en masa se está acelerando; de un modo u otro, todas las pistas llevan hacia nosotros, los seres humanos, sea por la forma en que estamos cambiando el clima del planeta o sea por lo que Kolbert llama la generalizadamente desastrosa “redistribución intercontinental de las especies” inducida por la actividad humana. Pero entre todas las formas en que se lleva adelante esta extinción en masa, ninguna es tan claramente obvia como la que constituye una literal carnicería: el tráfico ilegal de animales. En estos últimos años, el ambientalista y colaborador regular de TomDispatch William deBuys se dedicó a observar con sus propios ojos ese aspecto de la extinción en masa y pudo ver la truculencia del espectáculo. Penetró profundamente en la jungla de Laos buscando una especie de rumiante de cuya existencia –o inexistencia– actual es posible que no hayáis oído hablar nunca. 
Fue toda una aventura; deBuys la describe en su notable libro The Last Unicorn: A Search for One of Earth’s Rarest Creatures. En él, plasma tanto lo macabro de lo que está sucediendo a los animales de todo tipo en la remota selva de una tierra a la que dejamos de prestarle atención cuando se terminó la guerra de Vietnam y la indescriptible belleza de unas especies que nosotros, los seres humanos, ciertamente estamos aniquilando. El resultado es el relato de una aventura personal y al mismo tiempo un mensaje enviado desde un planeta que está sufriendo una extraña forma de destrucción. Hoy, nos ofrece aquí la posibilidad de echar una mirada sobre el que podría ser el “logro” final de la humanidad: la posibilidad de devastar este planeta del modo que ninguna otra criatura sería capaz de hacerlo. 
Kolbert termina su libro planteando una pregunta que toda extinción masiva en el planeta Tierra obligará a hacernos más temprano que tarde: ¿Qué será de nosotros? En términos de extinción, ¿podríamos ser poco más que especie de rinoceronte? De hecho, ¿somos no solo capaces de crear civilización sino también de cometer una suerte de suicidio de la especie? Por supuesto, esta es una pregunta que no tiene respuesta, pero ella agrega: “El antropólogo Richard Leakey ha advertido de que “Homo sapiens no solo podría ser la causa de la sexta extinción; además corre el riesgo de ser una de sus víctimas”. Un letrero en el Sala de la Biodiversidad [del Museo de Historia Natural de EEUU, Nueva York] muestra una cita del ecólogo de Stanford Paul Eherlich: “Empujando al resto de las a la extinción, la humanidad está aserrando la rama sobre la que está sentada”. Entonces, os dejo un momento con deBuys para que tengáis la experiencia personal de este proceso de aserrar la rama sobre la que estamos sentados. 

* * * 
El más hermoso animal jamás visto 

Es posible que unos pequeños pasos ayuden, pero el mundo necesita mucho más de lo que ofrecen tanto Estados Unidos como China para combatir el tráfico ilegal de animales y plantas, un tráfico que representa un negocio de casi 20.000 millones de dólares al año y suma su parte alícuota en la guerra contra la naturaleza. Tal como nos lo dicen los titulares de la prensa, este comercio ha puesto a varias especies de rinocerontes al borde de la extinción y dado lugar a que los cazadores furtivos mataran a más de 100.000 elefantes desde 2010. 

El mes pasado China anunció que prohibiría durante un año la importación de marfil, mientras “evalúa” la eficacia de la prohibición que reduce la demanda interna de tallas de marfil en relación con la actual matanza de 100 elefantes africanos por día. Sin embargo, la promesa suena vacía según un informe de noviembre pasado (negado con vehemencia por China) que dice que diplomáticos chinos utilizaron el avión oficial del presidente Xi Jinping para contrabandear varias toneladas de colmillos de elefante cazados furtivamente en Tanzania. 
Al mismo tiempo, la administración Obama ha lanzado su propia bien intencionada pero claramente inadecuada iniciativa de poner freno al tráfico de animales. Aunque os hayáis perdido la promoción de esa política, es probable que sepáis que la tendencia actual nos está llevando a una distopía (*); un mundo inverso al que nos vendía Walt Disney, aquel en el que los grandes bosques y las dilatadas sabanas del mundo despedirán a las especies de las generaciones más tempranas referidas a su “majestad”. Se acabó el Rey de la Selva; mientras tanto, “los leones y tigres y osos” de Dorothy estarán de verdad por encima del arco iris. Y esto no es más que la entrada. 
La noticia aún más desalentadora que raramente aparece en los titulares de los medios es que las especies menores de ese viejo reino también están desapareciendo. A pesar de que apenas se lo reconoce, la guerra actual contra la naturaleza es mucho más sangrienta de lo que ofrece la naturaleza, con todos sus dientes y garras. No solo amenaza a las especies carismáticas, como elefantes, gibones y rinocerontes, sino también a otras que son innumerables y viven en permanente olvido. 
Si se mantiene la tendencia actual, un día no muy lejano nuestros hijos pensarán en el Tiranosaurius rex y el tigre como cohabitantes de un único Mundo Perdido, al que solo es posible acceder en los sueños, los libros de cuentos y las películas. Es cierto, algo de la fauna mundial de hoy se cría en los zoológicos al menos mientras la sociedad sea capaz de crear la suficiente riqueza que permita esas instituciones. Sin embargo, incluso los mejores zoológicos no son más que una pobre simulación del hábitat silvestre y sus cautivos son apenas fantasmas de sus antepasados libres de moverse en su entorno. 
Es por esto que la administración Obama merece cierta credibilidad por poner de relieve la urgente necesidad de poner freno al tráfico de vida silvestre. Su plan propone la utilización de fondos de Consejo Nacional de Inteligencia para realizar acciones que aseguren el cumplimiento de la ley. En este aspecto, desgraciadamente, la administración propone aumentar el presupuesto del Servicio de Pesca y Vida Silvestre de EEUU en solo ocho millones de dólares. Semejante incremento hará que la plantilla de inspectores se sitúe apenas por encima del nivel de hace 30 años, cuando el tráfico de especies animales era mucho menor. 
Para tener una idea de la matanza que se está produciendo es esencial darse cuenta de que la guerra contra la naturaleza se está llevando a cabo en infinita cantidad de frentes en este planeta y afecta a cientos de especies y que el número de víctimas ya es devastador. Entre los frentes de batalla, ninguno podría ser más sangriento que el del Sureste Asiático, por su cercanía con China, el mercado más voraz –y lucrativo– del mundo en lo que atañe a vida silvestre y sus componentes. 
El gusto por lo silvestre de los chinos está presente hasta en los rincones menos frecuentados del Sureste Asiático, donde los cazadores furtivos se afanan haciendo acopio de puercoespines y tortugas vivos, todo tipo de carne de venado, manos de mono, grasa de pitón, escamas de pangolín, pieles de nutria, vesículas biliares diversas, astas y cuernos, huesos y cientos de otros ítems. Estos artículos, vivos o muertos son vendidos de contrabando en los mercados de China y otros países. Mientras tanto, una economía en expansión permite que cada vez más millones de personas estén dispuestas a pagar por una materia prima de origen animal que se supone conjura la enfermedad o con la que es posible preparar elaboradas comidas de restaurante con que impresionar a los suegros o a los hombres de negocio. 
Para poner en perspectiva la guerra que se está librando, pensad en ella de este modo: cada año más y más dinero está a la caza de cada vez menos criaturas. 
La masacre en el terreno 
En la selva típica del Sureste Asiático es posible encontrar una extensa hilera de trampas de un kilómetro o más a lo largo de una cadena montañosa o bajando por uno de los lados de un cañón y subiendo por el otro. Estas barreras tienen algo más de un metro y medio de altura y están hechas con malezas y ramas cortadas; cada pocos metros hay una abertura. Se trata de cercados mortales. 
Prácticamente cualquier mamífero más grande que una musaraña arborícola (que encontraría sitio en un bolso modesto) tarde o temprano intentará pasar por una de esas aberturas, y en cada una de ellas hay una trampa que está esperando. Están camufladas debajo de una capa de hojas y consisten en un lazo hecho con cable de freno de bicicleta –o con cable de guinche para animales mayores, como un tigre–; el lazo está unido a un árbol joven y plexible que se ha doblado hacia tierra. El disparador que controla la trampa está hecho con pequeñas estacas y puede ser sorprendentemente sensible. He visto trampas preparadas para cazar venados y cerdos silvestres que sin embargo eran capaces de capturar criaturas tan ligeras de pisada como un ave de la zona que es la prima silvestre de la gallina doméstica, o un faisán plateado, cuyo macho brilla en la oscura espesura como trozos de caídos rayos de luna. 
En una expedición al centro de Laos, mis compañeros y yo nos abrimos camino en un bosque cuyo rasgo distintivo era lo remoto de cualquier sitio. La frontera con Vietnam estaría quizás a unos 12 kilómetros hacia el este, más cerca por cierto que la aldea más próxima, a cuatro días de dura marcha de allí, donde habíamos reclutados a unos guías y porteadores. A su vez, esa aldea estaba a dos días de andar y de navegación en una piragua a motor desde el final de la carretera más cercana. El jefe de nuestra expedición, el biólogo conservacionista William Robichaud, el único occidental aparte de mí en el grupo de 14 personas, me contó que aparte del asustado piloto estadounidense que durante la guerra de Vietnam se había lanzado en paracaídas en aquella zona, los nuestros eran los primeros ojos azules que la vislumbraban. 
Sin embargo, el aislamiento no alcanzaba para proteger los cañones y riscos que estábamos reconociendo. La presencia de los cazadores furtivos que habían cruzado las montañas desde Vietnam para alimentar el marcado chino era evidente en todos los lugares. En cuestión de días recogimos casi un millar de lazos de cable de las trampas. En ellas, encontramos los cuerpos en descomposición de hurones, tejones, cerdos silvestres, mangostas, varias especies de aves y varios muntjacs ladradores de largos cuernos (en grave peligro de inminente extinción), uno de los cuales en su lucha por librarse del lazo había dejado su mano para ir a morir por ahí. 
Acampamos junto a ríos ricos en peces en los que ya no había nutrias y vimos los restos de docenas de campamentos de cazadores furtivos, algunos de ellos equipados incluso con mesas de carnicero y ahumaderos. Lo más triste de todo fue ver un langur rojo, posiblemente el más hermoso mono del mundo colgando cabeza abajo del poste de la trampa, que como puede suponerse había muerto después de una lenta y cruel agonía. 
El indiscriminado despilfarro de esta enorme empresa basada en las trampas es difícil de asimilar incluso cuando la ves con tus propios ojos. Los cazadores furtivos revisan azarosamente sus hileras de trampas y cuando abandonan la zona las dejan montadas. Esto significa que la matanza continúa sin cesar y que no importa que los cuerpos se pudran. 
¿Un unicornio en la selva? 
A pesar de que parte de nuestra misión en la selva era quitar las trampas y evaluar la dimensión del daño que se está produciendo en la zona, nuestro objetivo principal era encontrar un “unicornio”, o en realidad un animal casi tan raro como él, una criatura que podría haber desaparecido ya, o esté a punto de hacerlo, del reino de la naturaleza en la Tierra para entrar en el de la mitología. Estábamos buscando cualquier rastro del saola, también llamado buey de Vu Quang, (Pseudoryx nghetinhensis), uno de los más raros mamíferos del mundo, Su verdadera existencia, aunque conocida por la gente de la zona, no fue revelada a la ciencia hasta 1992 cuando unos investigadores vieron una extraña cornamenta colgada en una pared del refugio de un cazador en las montañas de Vietnam. 
Este animal resultó ser mucho más que una nueva especie. Representa un nuevo género, posiblemente incluso una nueva familia taxonómica. Un tipo de bóvido, rumiante, con pezuñas partidas; sus parientes evolutivos más cercanos parecen ser los vacunos salvajes, aunque no se parece en nada a una vaca o un bisonte. El saola es apenas un poco más alto que el pony de carrusel. Parecido al venado pero de cuerpo más robusto, su sólida constitución le ayuda para abrirse camino en lo más denso de la vegetación. Su hocico está salpicado de un dibujo de camuflaje de manchas blancas e irregulares; su cola tricolor –blanco, marrón chocolate y negro– combina con las bandas de los mismos colores en las ancas. Sus cuernos, largos y casi rectilíneos, son elegantes y rematan en una afilada punta; vistos de perfil, parecen un cuerno único, lo que da a esta criatura su apariencia de unicornio. 
Las estimaciones más optimistas cifran la población del saola entre unas pocas docenas y algunos centenares; eso hace que sea tan difícil de encontrar como el propio unicornio. Aunque extraño, dada su buena disposición –excepto cuando el animal se siente directamente amenazado–, el saola parece ser tan manso como el unicornio de la tradición medieval europea. 
En 1996, Robichaud pasó dos semanas en un rústico pueblo en un cruce de caminos del centro de Laos observando a un saola cautivo. La infortunada criatura no sobrevivió mucho tiempo en la colección de animales salvajes donde lo tenían encerrado –ningún saola ha sobrevivido más que unos meses en cautividad, y hoy día no hay ninguno en esas condiciones–, sin embargo pudo observar en varias oportunidades que el animal se ponía en actitud de alerta, e incluso reaccionaba violentamente, ante la presencia de un perro fuera del cercado (los perros salvajes, o doles [Cuon alpinus] están entre sus enemigos naturales). 
No obstante, el saola se mantenía extrañamente tranquilo ante la presencia humana –mucho más tranquilo que el muntjac ladrador o el serow (una especie de cabra del Himalaya) que estaban en jaulas vecinas, a pesar de que llevaban mucho más tiempo en esa especie de zoológico. El saola, que había sido capturado en el bosque justo antes de la llegada de Robichaud, era mucho más tranquilo que las cabras, ovejas o vacas domésticas que él había conocido en las granjas de su nativa Wisconsin. El saola cautivo incluso permitió que él le quitara unas garrapatas de las orejas. La gente del lugar confirmó la impresión que Robichaud se había hecho sobre la serenidad casi sobrenatural de la criatura. Un monje budista de un templo cercano le dijo que la gente de la zona había dado al animal el apodo de “sat souphap” que se puede traducir literalmente como “el animal educado”.
Hoy día nadie sabe si el reloj que mide la extinción de esta especie está a dos minutos antes o a s minutos después de la medianoche. La mayor amenaza para la supervivencia del saola es el tipo de trampas que vimos en nuestra expedición, que es doblemente trágica, ya que este animal no parece ser el objetivo de las cazadores furtivos. A pesar de su exótica cornamenta, el saola es un desconocido en la medicina tradicional china (su omisión en el catálogo enciclopédico de la medicina tradicional habla de la profundidad del aislamiento de la fauna y flora asiáticas del resto del mundo). Da la impresión de que los últimos ejemplares de la especie corren el riesgo de ser víctimas de la casualidad, como las tortugas marinas en las redes para langostinos. 
La política de extinción 
La situación puede ser terrible, pero al menos en el Sureste Asiático hay parques y zonas protegidas donde los animales salvajes están a salvo, ¿no es cierto? 
Desgraciadamente no es así. Nuestra excursión se hizo en una Zona Nacional de Protección oficial de Laos en la que las trampas como las que vimos son claramente ilegales. Sin embargo, la mortal cosecha continúa, allí y en otros lugares, gracias a la insuficiente asignación presupuestaria para la protección y el respeto a la ley, por no hablar de la escasa voluntad política en los países cuya prioridad absoluta es el desarrollo económico. El año pasado, en la zona protegida cuya extensión es de unos 4.000 kilómetros cuadrados que nosotros visitamos, un pequeño número de patrullas del gobierno desmontaron unas 14.000 trampas, sin duda una pequeña fracción de las que hay en ella. 
Esta situación se reproduce por todas partes. Según el del grupo de trabajo por el saola (SWG, por sus siglas en inglés), que es una comisión patrocinada por la Unión Internacional de la Conservación de la Naturaleza, las patrullas creadas y supervisadas por la comisión en solo cinco zonas protegidas de Laos y Vietnam (una de las cuales es la visitada por nosotros) han destruido más de 90.000 trampas desde 2011. Aun así, esto no es más que una gota en la alberca del comercio de vida silvestre. 
Si bien el ámbito de ese tráfico es global, la apuesta mayor puede ser la del Sureste Asiático (además de Indonesia y Filipinas). Alrededor de la mitad de la población mundial vive allí y en los países vecinos: China, Bangladesh e India. En proporción, esta región del planeta es líder en la población de aves y mamíferos; es endémica, es decir, no se encuentra en ningún otro sitio del mundo. En proporción, esta región también es líder, desafortunadamente, en relación con el peligro de inmediata extinción, debida en gran medida al tráfico de vida silvestre. Peor aún, ningún país del Sureste Asiático tiene una tradición de efectiva conservación de la biodiversidad. 
En estos momentos, muchos bosques que una vez fueron ricos en tigres, leopardos, gaures, bantengs y gibones carecen de cualquier mamífero más grande que un cocker spaniel. Si el resto del mundo quiere de verdad proteger la biodiversidad del planeta Tierra en peligro de extinción, la ayuda a los gobiernos y las ONG del Sureste Asiático que trabajan por la salvaguarda del patrimonio natural de la región debe ser una prioridad global. 
Los críticos señalan frecuentemente que Occidente es hipócrita cuando urge a Oriente a hacer lo que no ha hecho en su propia historia de nefasto desarrollo. Ciertamente, el actual saqueo de las selvas asiáticas es similar a la desaparición del castor de los cursos de agua del oeste de Estados Unidos y la posterior aniquilación de las manadas de bisontes en el siglo XIX. No obstante eso, Occidente ha aprendido algo: que la conservación anticipada cuesta mucho menos que la reparación realizada después del hecho y que esa es la única forma de prevenir los errores irreparables. Más allá del fundamento moral de cada uno, en el terreno de los hechos la cuestión es sencilla: nuestra mejor posibilidad de conjurar la catástrofe está delante de nosotros, ahora mismo. 
Otros críticos observan con suficiencia que la extinción siempre ha formado parte de la evolución y que en otros tiempos también ha habido similares oleadas de pérdidas de especies. Otras especies nuevas, dicen, ocuparán el lugar de aquellas que nosotros destruimos. Un punto de vista como ese puede ser técnicamente correcto, pero comete un error de escala. 
La evolución continuará; no puede dejar de hacerlo. Pero la inexorable aparición de lo que Darwin llamó “las eternas formas [de vida], las más hermosas y maravillosas” avanzan a un paso cercano al de la geología. En comparación, el disfrute humano de la Tierra es tan fugaz como un suspiro. En la ventana temporal de lo que llamamos civilización, las extinciones que nosotros provocamos son tan eternas como cualquier logro humano. 
Una soledad que podría extenderse hasta el infinito 
La tarea de conservación esencial para el mundo es proteger los hábitats clave y las poblaciones salvajes el tiempo necesario para que se produzca el cambio generacional de las actitudes en China y los países vecinos. Al menos en parte, esto significa enfrentar la guerra contra la naturaleza con una respuesta de tipo militar. Ya sea que se trate de proteger los elefantes en Kenia, los gorilas de montaña en la República Democrática del Congo (una causa conmovedoramente descrita en el documental Virunga), los tigres en Tailandia, o el saola en Laos, es necesario prepararse para, muy literalmente, enfrentar el fuego con fuego. 
En nuestra expedición en Laos, tres de nuestros guías eran también milicianos y estaban armados con fusiles de asalto Kalashnikov. Las armas no eran para mostrarlas. Normalmente, los cazadores furtivos van armados del mismo modo. En una ocasión, una banda de este tipo, moviéndose en la noche cerrada, estuvo a punto de toparse con nuestro campamento; cuando sus integrantes se dieron cuenta de que habían sido descubiertos, desaparecieron en la espesura en un instante. 
Sin embargo, alguna buena noticia brilla tenuemente en medio de la oscuridad del mal. A pesar de que un cambio de tendencia tomará su tiempo, los valores culturales en Asia están empezando a cambiar. De esto da cuenta la reciente renuncia a la sopa de aleta de tiburón por parte de los consumidores chinos. La ONG de San Francisco WildAid informa de que la venta de aletas de tiburón ha caído en picado, en un 82 por ciento, en Guangzhou (la antigua Cantón), el centro del comercio del tiburón, y de que dos tercios de los que respondieron en un reciente encuesta mencionaron las “campañas de concienciación” contra la destrucción global de la población de tiburones como una razón para dar fin al consumo de esa sopa. 
Solo mediante el aumento del reto por la protección de las especies –no “en algún momento”, sino ahora– podemos asegurar que las más magníficas creaciones pervivirán en los entornos silvestres para el gozo de las futuras generaciones. Solo mediante la generosa cooperación con los socios asiáticos presionando tanto por el respeto a la ley como por la necesaria decisión política podemos proteger y conservar la sorprendente, a veces repetitiva pero siempre misteriosa diversidad de una gran segmento de los ecosistemas más biológicamente productivos del mundo. 
La consideración de la alternativa de la distopía es terrorífica. Incontables especies, no solo tigres, gibones, rinocerontes y saolas. Sino un enorme número de mamíferos, seres anfibios, aves, y reptiles, está siendo empujado hacia el abismo. Es raro que nos encontremos con ellos; aun así, en la vastedad del universo, los animales y el resto de la vida biológica de la Tierra son nuestra única compañía conocida. Sin ellos, nuestra soledad se extenderá hasta el infinito. 

Nota:
(*). Distopía sería lo opuesto a la utopía, es decir, el peor lugar imaginable, donde todo está mal y puede estar aún peor. (N. del T.)
William deBuys, colaborador regular de TomDispatch, es autor de ocho libros. El ultimo, que acaba de publicarse, es The Last Unicorn: A Search for One of Earth’s Rarest Creatures (Little, Brown and Company, 2015).  
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175968/tomgram%3A_william_debuys%2C_a_global_war_on_nature/#more - Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García. Imagen: conexionews.blogspot.com

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