Decrecimiento contra decadencia





Por: Ramon Alcoberro 

Pensar el decrecimiento no significa una ruptura con el crecimiento, sino con la ideología de la acumulación. Decrecer quiere decir optar por una revalorización de las cosas y de nuestra relación con el entorno. Si nos preguntaran qué vale nuestro equilibrio emocional, sería sencillo comprender que, llegados a un determinado nivel, tener “más” puede llegar a ser menos.

A los filósofos no les gusta demasiado la economía porque muestra la parte más brutal de los humanos. O, mejor dicho, no les gusta la moral de la avaricia (pecado cristiano) que se esconde bajo una economía conservadora y, sobre todo, detestan la presuposición antropológica liberal que se arrastra como si se tratara de un dogma en el ámbito económico. Convencionalmente, los economistas liberales presuponen que su ciencia se fundamenta en la existencia de un individuo modelo que se denomina homo oeconomicus, que de manera aproximada podemos describir como el egoísta inteligente. En teoría, los mercados se rigen por las decisiones tomadas por un sujeto que es definido, ni más ni menos, que como "maximizador de sus opciones, racional en sus decisiones y egoísta en su comportamiento". El mercado hipotéticamente racional gira en torno a las decisiones que adopta esa abstracción de la conducta humana que actúa como calculador hiperracional en el momento de elegir entre sus diferentes opciones. Y para remachar el clavo, estaría "completamente loco" -tal, como dice Adam Smith- quien no actuase concienzudamente en provecho propio.
       El debate sobre la naturaleza humana que encierran las consideraciones de los economistas liberales es absolutamente apasionante. Si todo hombre busca la felicidad -arguyen los economistas clásicos-, y suponiendo que el dinero da la felicidad porque permite la seguridad y la posesión, entonces el individuo humano debería ser definido en términos de acumulación. Éste sería el mundo real por mucho que los filósofos -unos auténticos tarambanas­- expliquen que los humanos también pueden ser solidarios y que tienen virtudes comunitarias muy poco explicables a partir de una teoría de la acumulación racional. Los filósofos, sin embargo, se lo pasan bien haciendo frases como "somos homo sapiens, no homo oeconomicus", aunque actúan de una manera tan racional y acumulativa como cualquiera. Acumular y crecer constituye "la ley y los profetas" del liberalismo, pero es lo que hace todo el mundo -también un lector de Pierre Bourdieu- con mejor o peor conciencia.
       Entendámonos: un homo oeconomicus no es un avaro. Como mucho, el avaro sería un antecedente, porque la avaricia, de una u otra manera, es una pasión con un punto ciego, mientras que la buena economía está basada en el cálculo racional y la gestión prudente. La avaricia tiene algo de vicio del Antiguo Régimen porque resulta de pocos vuelos, demasiado inmediata y previsible. Plutarco decía que "beber apaga la sed, comer satisface el hambre, pero el oro nunca satisface la avaricia". El viejo avaro pensaba en términos de acumulación, sin emplear el dinero necesariamente para nada práctico. En cambio, para un oeconomicus, que es hijo de la Ilustración, la economía es fluida y ya no se trata de vender el alma, sino de sacarle el máximo rendimiento. Y para eso no hace falta mucho: básicamente, comparar alternativas y ser coherente en la elección, escogiendo siempre aquella opción en la que el beneficio supere al gasto. Eso y sólo eso es ser "racional".

La difícil economía del filósofo

Un buen oeconomicus, sin embargo, no se dejará cegar por el oro, ni por las subprimes, porque tiene claro que el mundo económico está regido por leyes de estrategia a más largo plazo. Como decía aquel sobre el alma, como máximo, accedería a alquilarla. Es obvio que el filósofo moral no hace una gran distinción entre la actitud del avaro y la del homo oeconomicus, cuando los califica de idiotas morales, porque confunden riqueza con felicidad y confunden la parte con el todo. En el capítulo 4 de Utilitarismo, Mill ya explicitó que "el dinero no se desea para conseguir un fin, sino como una parte del fin; [pero] de ser un fin para la felicidad se ha convertido en el principal ingrediente de alguna concepción individualista de la felicidad".
       Al filósofo le gustaría una economía moral que no se centrase en la productividad, sino en la felicidad, y no deja de preguntarse, con cierta ingenuidad, por qué cuando existe un mayor crecimiento económico también aumenta el consumo de antidepresivos. Además (parece que a esto se le llama "óptimo de Pareto"), resulta que a partir de una cierta cantidad de uso de un bien, el placer que se extrae de él comienza a deaer peligrosamente, de forma que un aumento de acumulación no produce necesariamente un aumento de felicidad. En otras palabras, si tenemos un jersey, comprar otro o conseguir otro duplica nuestro bienestar; pero cuando alguien tiene treinta jerséis, uno nuevo no lo hace más feliz y, como mucho, le supone un problema en el armario. En estas condiciones, la pregunta del filósofo es sencilla: una vez alcanzado un cierto nivel de bienestar /felicidad, ¿vale la pena esforzarse más o sería mejor vivir tranquilo, dedicado, quizás, a goces inmateriales o, como mínimo, poco expresables en términos de cantidad?
       La cuestión, claro está, podría ser descartada por cínica, pero no deja de ser significativa. Es casi un tópico recordar que en griego había dos palabras para referirse a la actividad que hoy denominamos economía: la oikonomia era sencillamente la administración prudente de la casa -y, por extensión, de la ciudad como "casa grande"-, mientras que la krematistiké tenía algo de deshonor porque sólo ofrecía una acumulación sin calidad de vida. Los sabios en economía dicen que cuando la krematistiké escapa a todo control, lo único que se puede esperar es un periodo de crecimiento especulativo y, al final, un decrecimiento salvaje, en forma de crisis económica. El filósofo, ya se sabe, está mal preparado para aceptar las impurezas y la ganga del mundo.
       Cuando se discute sobre ética, el economista liberal tiene, sin embargo, algún argumento contra el filósofo moral. Si desde la revolución industrial hasta ahora ha triunfado la ideología del crecimiento, no es, de ninguna manera, por casualidad. Forma parte de la propia lógica de la Ilustración la promesa de una vida mejor en la tierra y no en el cielo. Y el crecimiento del pastel es la única manera conocida de asegurar eso. Pedir a la gente un "empobrecimiento voluntario" tiene incluso un punto de crueldad cuando el recuerdo histórico de la miseria y el hambre, especialmente en países como el nuestro, enriquecidos recientemente, está todavía tan cercano. En última instancia, suponer que un "orden moral'' es en principio preferible al orden económico implica dar por sentadas muchas cosas, como, por ejemplo, saber que este orden está hecho a la medida humana y no a la medida de los santos y de los profetas. Cosa que al filósofo le resulta, como mínimo, difícil de demostrar.

¿Crecer, decrecer, sostenerse?

Pero en el debate actual sobre pensamiento ecológico, el filósofo está dejando de encontrarse solo e incomprendido. No sólo Daniel Kahneman y su economía del comportamiento han demostrado la centralidad de los factores emocionales en las decisiones económicas, sino que también estudios sobre "economía ética" más tradicionales (que se preguntaban sobre responsabilidad social, banca ética, cooperativismo...) han abierto el camino al debate sobre el decrecimiento, comenzado por Serge Latouche, en Francia, con el antecedente de los estudios del economista rumano, trasplantado a Estados Unidos, Nicholas Georgescu-Roegen, autor de The Entropy Law and the Economic Process (1971).
       Cada vez son más numerosos los economistas convencidos de que el modelo clásico de crecimiento nos lleva a un callejón sin salida. No se puede crecer indefinidamente en un sistema finito (como es el planeta Tierra), porque los recursos se agotan inevitablemente. El crecimiento produce trabajo y riqueza (al menos riqueza a corto plazo), pero también echa a perder el futuro del planeta y nos lleva a la destrucción del entorno (que es un capital disponible que estamos destruyendo), de forma que estamos actuando partiendo de la base de "pan para hoy y hambre para mañana". Sin crecimiento económico aumenta la pobreza, pero con crecimiento económico aumenta la destrucción del planeta. Y hasta ahora no sabemos cómo salir de esta contradicción.

       Hoy por hoy, se enfrentan tres modelos macroeconómicos: las políticas de crecimiento, el desarrollo sostenible y las políticas de decrecimiento.

El crecimiento, en breve

Las políticas de crecimiento corresponden hoy a la lógica del oeconomicus: se caracterizan por incentivar el consumo, de una manera más o menos keynesiana; es decir, con una participación directa del poder público a través de políticas que hacen imposible el ahorro de los particulares ("el rentista es el cuentacorrentista"), obligando a consumir para no perder el valor del dinero. Consumir produce puestos de trabajo y hay que consumir no importa qué, empleando si es necesario todo tipo de instrumentos de control psicológico (marketing). Las obras públicas (carreteras, trasvases) ayudan a las grandes empresas, se potencia el transporte privado y, sobre todo, se trabaja con un concepto clave: "obsolescencia programada"; las cosas tienen que estropearse rápidamente para poder gastar más: la moda y los medios de comunicación actúan como aliados en la tarea de hacer crecer el consumo, creando necesidad. La pregunta es si esta postura, considerada a largo plazo, puede tener continuidad y, sobre todo, qué tipo de felicidad resulta de esta opción vital.
       Pero si la senda del crecimiento presenta dudas -y no en Barcelona, sino en todo el mundo-, quizá haya llegado la hora de pensar en una alternativa de "decrecimiento" reformista: una opción personal por la simplicidad voluntaria que, nos guste o no, estará vinculada a la cultura, al respeto prioritario por la gente que sufre y a un estilo de vida aún minoritario, pero quizá conveniente. El decrecimiento viene precedido de una larga temporada de experiencias piloto en grupos minoritarios que practican una sobriedad voluntaria. Convendría discutirlo de momento como opción académica, más que como opción política, por la propia obsolescencia del concepto de crecimiento en época de cambio climático y de energía cara (por no hablar de crisis bancaria). La pregunta es si la ética (el cerebro racional) puede imponerse al cerebro reptil y acumulativo.
       Hagan el favor de no acusarme de antipatriótico si les digo que uno de los días más depresivos que he visto en Barcelona en los últimos años fue el quince de mayo de 2008, cuando llegó al puerto de la ciudad un barco cisterna procedente de Marsella lleno de agua potable para abastecer una ciudad que vivía una sequía crónica y un miedo aún más crónico. No se trata de flagelarse; pero aquel día algo se rompió dentro de mucha gente al comprobar la debilidad de los equipamientos y la gravísima carencia de apoyos institucionales y de complicidades políticas de una "Gran Hechicera" ("amb tos pecats, nostra, nostra!") en horas bajas.
       El ciclo del mito olímpico (fue bonito mientras duró) acababa a manos de una de las sequías más brutales e inusuales que este país haya sufrido en los últimos ciento cincuenta años. Si el filósofo fuese hegeliano, diría que la antítesis se estaba imponiendo a la tesis. Después, claro está, el clima imprevisible se "normalizó" (catalana palabra para los imposibles) y mis conciudadanos olvidaron el barco de Marsella. Si hemos aprendido algo de la pesadilla de la sequía, es que en nuestros cálculos no todo puede ser sumas. Algunos sueños de crecimiento traen en secreto el anuncio de una crisis aún más desequilibrada y decadente (por irreversible) que la educada propuesta del filósofo que sugiere que quizá algún día tendríamos que asumir nuestros límites.
       Las pesadillas de la llegada del AVE, los problemas climáticos, el apagón de julio de 2007, la difícil reconversión de una ciudad industrial en una postindustrial (en términos de 22@), etc., aparte de ponernos frente al desagradable escenario de la pérdida de muchas complicidades con las que creíamos contar y que después no funcionaron, conviene que nos sirvan para preguntarnos cómo tenemos que situarnos en lo sucesivo en un nuevo horizonte en el que la ciudad se ha mostrado vulnerable y no se ha gustado a sí misma.

Decrecimiento: ¿palabra fea o necesidad?

Sé muy bien que decrecer es una palabra fuerte, que para los bienpensantes suena casi a insulto y que, además, viniendo de un país que hace treinta años estaba "en vías de desarrollo", decrecer puede parecer incluso cruel. Pero creo que es urgente ponernos a reflexionar sobre el decrecimiento antes de que una crisis ambiental nos lo imponga por vía de urgencia, y quien sabe si de manera violenta. Antes de que la ciudad se vuelva excesivamente agresiva y la vida imposible de disfrutar por demasiado cara, conviene que pensemos cuál es el "coste/ciudad" que estamos dispuestos a soportar (en lo que respecta a contaminación, incomodidades, etc.) antes de que simplemente haya que decir basta. Hacerse partidario de un decrecimiento ordenado no significa que me haya vuelto partidario de la vida en el campo (al fin y al cabo, cuando los barceloneses llegan al Empordà no hacen más que llevar allí Barcelona), ni mucho menos que reclame "ciudad verde" (sé muy bien que las ciudades son grises) o que me haga ilusión cualquier rou-sseaunismo, poco o muy ingenuo. Sencillamente soy de los que piensan que tenemos que poner voluntariamente unos límites al crecimiento antes de que la obsesión por crecer se convierta en una pesadilla, más o menos escasa de agua.
       Se entra en crisis sin que casi nadie nos prevenga y, a veces, con una rapidez que bloquea o impide pensar a medio plazo; se decrece, en cambio, de forma premeditada, optando libremente por un modelo diferente, que hace prevalecer las relaciones humanas y la calidad de vida sobre el productivismo. Tampoco se trata de hacer pedagogía con la catástrofe. Si hay recesión es por un error de modelo, no por un designio cósmico. Simplemente, se ha elegido un modelo económico pensado para maximizar el crecimiento -por confundir grande con grandioso- y no para procurar el bienestar de las personas. Pero, simplemente, llegados a un nivel de consumo determinado, lo que se puede esperar del modelo son contradicciones, porque el consumo ya no sirve para resolver necesidades, sino que las provoca.

¿La crisis o el aterrizaje suave?

Por tanto, esperar a que el decrecimiento nos llegue de una manera brutal (como consecuencia de derrotas económicas, o vinculándolo a un desempleo incontrolable, por ejemplo) resulta, además de cruel, perfectamente injustificado. Uno de los peores errores de los ecologistas es su absurda "pedagogía de la catástrofe". La historia demuestra que frente a las catástrofes lo que triunfa es el egoísmo más galopante, o en el peor de los casos la solución totalitaria de un Hitler o un Stalin. Cuando hablamos de decrecimiento, la propuesta es muy diferente: no se trata de confesar (derrotados) que la ciudad "no puede", sino de proclamar (orgullosos) que la ciudad "no quiere". Frente a un decrecimiento con tinta negra (desempleo, cierre de fábricas), hay que tomarse un tiempo para pensar un decrecimiento cívico que vele por una ciudad amable, que ponga los derechos de los ancianos y los niños por encima de los derechos de los automóviles, dicho esto (si es necesario) con un punto de demagogia.
       Crecimiento y decrecimiento no son conceptos que entren mutuamente en contradicción. Más bien al contrario: existe el peligro de un decrecimiento caótico si seguimos pensando en una economía que ha perdido de vista la escala humana, y el antídoto es saber decrecer en condiciones y quitarnos de encima neorriquismos absurdos, que, dicho sea de paso, atentan directamente contra un modelo de vida plural y mediterráneo. Un modelo que quizá sea más pobre en dinero pero valorativamente mucho más rico si se mide con esa magnitud del capital social que se denomina bienestar comunitario.
       Pensar el decrecimiento no significa una ruptura con el crecimiento, sino con la ideología de la acumulación. Decrecer quiere decir optar por una revalorización de las cosas y de nuestra relación con el entorno. Si nos preguntásemos qué vale nuestro equilibrio emocional, quizá sería mucho más sencillo comprender que, llegados a un cierto nivel, tener "más" puede llegar a ser menos.
       Comprendo que un discurso por el decrecimiento plantea un atentado a las buenas costumbres de la economía, pero llegados a cierto punto, conviene preguntarse si el "nivel de vida" no se está volviendo incompatible con la calidad de vida. ¿Podemos promocionar experiencias comunitarias (de barrio, de ciudad) que no tengan que valorarse necesariamente por su nivel de gasto material, sino por la felicidad o por las emociones que puedan desplegarse en la comunidad?
       La elección real que se atisba en el horizonte no es entre crecimiento y decrecimiento, sino entre recesión (decrecimiento salvaje) y decrecimiento (cívico). Por supuesto, el espejismo del crecimiento seguirá siendo un discurso oficial y no por ninguna supuesta hipocresía de los políticos, sino porque todavía circula el tópico socialdemócrata según el cual la única manera de disminuir la pobreza consiste en hacer que crezca el pastel. "Crecer" es un sedante de la tensión social, dicen los manuales. Según la teoría económica oficial sólo el crecimiento garantiza la disminución de las desigualdades y, como somos ricos, disminuye la urgencia de plantearnos el problema del reparto. O de la justicia, por decirlo en términos clásicos. Decrecer puede ser problemático porque pone en el propio centro la insoslayable cuestión de los criterios de justicia. Pero, ahora que no me oye nadie, peor sería un escenario de energía cara, desempleo, reivindicación política y huelgas "antirricos", por decirlo de algún modo.
       Conviene preguntarnos qué elegiríamos: ¿un decrecimiento tranquilo o una presión social insostenible? La pregunta que tenemos que plantearnos es si las consecuencias de cambiar el modelo serían peores que las de mantener un sistema que piensa en las personas como herramientas, que promueve el uso de antidepresivos y que, en definitiva, nos convierte en átomos negándonos la dimensión cualitativa y comunitaria. Decrecer no tendría que significar "hacer bien" (para el medio ambiente, por ejemplo) lo que el capitalismo hace de forma malhumorada y triste. Antes al contrario: es ir contra una lógica de la acumulación que produce infelicidad en los individuos concretos y alegrías a las estadísticas.
       Decrecer es optar por el desarrollo de la calidad y por las personas concretas (por la gente de mi barrio) contra los discursos vacíos de la solidaridad abstracta. Decrecer es negarse a considerarlo todo desde el punto de vista de una economía que sabe de números pero ignora el dolor de los individuos. Decrecer es liberarse de la necesidad que hoy se llama automóvil y televisión y optar por la lectura (un entretenimiento sin publicidad), por el teatro en la calle y por la conversación. Decrecer es plantearse qué sentido tiene el teléfono móvil y por qué tenemos que consumir verduras producidas con pesticidas. Decrecer es optar por el tren, por el consumo local, por la comida vegetariana (o como mínimo por disminuir el consumo de carne). Decrecer es negarse a aceptar que toda la realidad se resume sólo en forma de economía. O, si lo preferís, es luchar contra la confusión mental. Como sugirió Epicuro, para aumentar la felicidad quizá lo mejor sea disminuir las necesidades. Los viejos sabios nunca fallan.

Imagenes: decrecimiento.info



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