¿Se puede estar sano en un mundo enfermo?





Ecologista


Si eficacia, rendimiento y competitividad son los valores supremos a los que todo lo demás ha de subordinarse, entonces el ser humano ha perdido definitivamente la partida. Jorge Riechmann

Para poder responder a esta pregunta es necesario aclarar de entrada qué entendemos por estar sano. ¿Será lo mismo para mí que para quien lee estas palabras? Tal vez no. El concepto de salud, su imaginario y su expresión, son dinámicos y cambian entre hombres y mujeres, entre culturas distintas y según el momento histórico. En el mundo occidental se ha aceptado la definición propuesta en 1946 por la Organización Mundial de la Salud de “completo bienestar físico, psicológico y social”, que da una visión de la salud que va más allá de lo meramente físico.
No obstante, la realidad de la medicina actual dista mucho de esta visión, mostrándonos el proceso de salud-enfermedad como centrado en lo biológico y lo individual, y las mejoras de salud como producto de las crecientes innovaciones tecnológicas (diagnósticas y terapéuticas). Claro, que para otras personas, la salud es un bien de consumo como cualquier otro. Así, uno de los sectores más lucrativos del mundo, el farmacéutico, se ha especializado en generar nuevas enfermedades que le permitan seguir alimentando su insaciable estómago. Sin embargo, se está olvidando que la salud es también uno de los derechos sociales básicos [1].
En nuestra salud influye un complejo entramado de factores, no siempre fácilmente delimitables entre sí: algunos individuales, como la carga genética, la propia constitución, etc.; otros tienen que ver con nuestro estilo y condiciones de vida, así como con el entorno natural, cultural y social en que nos desarrollamos. En definitiva, formamos parte de un sistema más amplio del que no podemos ser ajenos/as.
Ahora bien, ¿cuál de estos factores influye más en la salud humana? Y ¿sobre cuáles una intervención produciría una mayor mejora en la salud de la gente? En la figura 1 se observa la evolución de la mortalidad por tuberculosis en Inglaterra y Gales. Como se aprecia, la introducción de un tratamiento efectivo y de la vacuna se produjo cuando ya había disminuido considerablemente la mortalidad (si bien la introducción de la estreptomicina supuso una reducción del 50% en la mortalidad). La mejora progresiva del estado nutricional, y con posterioridad de la condición de hacinamiento en las ciudades, permitió este cambio.
A lo largo de la historia, la evolución de los patrones de enfermedad ha estado estrechamente vinculada con las interacciones humanas sobre el medio ambiente y con los cambios sociales. El cólera apareció cuando se crearon poblados con su correspondiente abastecimiento de agua, y el paludismo se agravó con los avances de las técnicas agrícolas. La tuberculosis se desarrolló en las ciudades, y la propagación de las infecciones intestinales fue resultado de la contaminación de los alimentos y del agua [2].
Por tanto, parece lógico aceptar que actuar sobre el medio ambiente natural y social, incidiendo en afrontar las desigualdades (aquellas diferencias que se nos presentan como innecesarias y evitables), tendrá un impacto sobre la salud humana de gran magnitud.
Problemas al sobrepasar los límites
Sin embargo, vivimos en un mundo cada día más desigual, más violento y más estrangulado por la actividad humana. Hasta el momento los seres humanos han conseguido esquivar las regulaciones de los ecosistemas locales (aunque ello suponga acabar con múltiples formas de vida de otras especies). Pero, ¿pueden traspasar los límites del ecosistema global Tierra? Parece claro que no. A continuación se apuntan algunas de las posibles consecuencias sobre la salud de las poblaciones humanas de sobrepasar los límites de la ecosfera:
Reducción de la biodiversidad (genética, del número de especies y de ecosistemas). El ritmo de extinción de especies se ha acelerado considerablemente, haciendo pensar que nos encontramos ante la sexta extinción masiva del planeta, esta vez causada por una de las especies que la habitan: la humana. Se estima que en los próximos 50 años podrían desaparecer entre un 25 y un 50% de las especies existentes. La pérdida de biodiversidad amenaza a aquellos sistemas que sustentan la vida (mantenimiento del ciclo del agua, del oxígeno…), y por lo tanto, a la propia supervivencia de la especie humana. Implica también una dependencia, cada vez mayor, de un conjunto de alimentos progresivamente más limitado y menos diverso, con una dudosa inocuidad (alimentos modificados genéticamente). Algunas enfermedades infecciosas están sufriendo un incremento como consecuencia de la pérdida de otras especies. Un ejemplo sería la enfermedad de Lyme, transmitida a través de la picadura de garrapata, que se ha visto favorecida por el incremento de la población de roedores tras la desaparición de sus depredadores [3]. Se pierde también la potencialidad preventiva y curativa de todas las especies extinguidas y se produce un empobrecimiento cultural como consecuencia de la disminución de la diversidad.
El cambio climático tiene y tendrá efectos devastadores sobre las poblaciones humanas, especialmente sobre aquellas más desfavorecidas socialmente, produciendo [4]:
Muertes y desplazamientos masivos de población por subidas del nivel de las aguas y por fenómenos climáticos extremos como sequías, ciclones, tormentas tropicales e inundaciones.
Expansión y reaparición de enfermedades infecciosas de ambientes tropicales, por favorecer el clima en que se desarrollan los vectores que las transmiten (mosquitos) como por ejemplo el dengue y el paludismo. También aumentarán el cólera, la leishmaniasis, las encefalitis transmitidas por virus, la criptosporidiosis y la esquistosomiasis.
Potenciación de los efectos nocivos sobre la salud de la contaminación atmosférica (por ejemplo, la producción de ozono, con efectos muy perniciosos sobre la salud, es mayor cuando las temperaturas son más altas). Según la OMS un 1,4% de la mortalidad por todas las causas a escala mundial es atribuible a la contaminación atmosférica, así como un incremento de enfermedades cardiovasculares, infecciones respiratorias y cáncer [5] . Aunque el aumento del riesgo producido por los distintos contaminantes sobre la salud sea pequeño en cuanto a su magnitud, al actuar sobre toda la población, el número de personas afectadas es muy grande. También se favorece un aumento de partículas polínicas con el consecuente incremento de alergias.
Mayor frecuencia de fenómenos térmicos extremos (olas de frío o de calor), con el aumento asociado de morbilidad y mortalidad en estos periodos (aunque es cierto que las olas de calor posiblemente se asocien a inviernos más suaves en los que muera menos gente). En el Estado español, durante los meses de junio y septiembre de 2003, en los que hubo 3 olas de calor, se produjo un exceso de unas 6.500 muertes, sobre todo de mayores de 75 años [6].
Agotamiento de los recursos energéticos no renovables. En sociedades altamente dependientes del transporte, masificadas en ciudades, con una dependencia alimentaria y de recursos externos total, cubrir las necesidades, especialmente las de las personas más desfavorecidas, será difícil. Las tensiones sociales en las grandes urbes pueden aumentar fruto de esto y de la cada vez mayor polarización social. Las tensiones geopolíticas por el control de recursos estratégicos están suponiendo ya trágicas consecuencias sobre la salud humana. Se estima que hasta mediados de 2004 la invasión de Iraq había producido un exceso de mortalidad de más de 100.000 personas [7]
La destrucción de la capa de ozono está aumentando el nivel de radiaciones ultravioletas. Para mediados del presente siglo se estima que la incidencia de cáncer de piel habrá aumentado entre un 5 y un 10%. También aumentarán algunos tipos de enfermedades oftalmológicas (melanoma uveal, queratitis, pterigium, cataratas, degeneración macular) y se producirán alteraciones en el sistema inmune que aumentarán la susceptibilidad a infecciones (4).
El uso extendido de productos químicos, algunos con efectos nocivos conocidos sobre la salud y otros muchos de los que se desconoce aún el riesgo que entrañan, puede acarrear nuevas enfermedades. Las vías de exposición más comunes son la alimentación, el trabajo y el ambiente. Los llamados Contaminantes Orgánicos Persistentes (tóxicos que se acumulan progresivamente en el organismo y en el ambiente sin degradarse), engloban a pesticidas como el DDT y el DBCP [8] , productos químicos de aplicación industrial como los PCB y subproductos no deseados como las dioxinas y los furanos. Otros ejemplos son los metales pesados como el plomo y el mercurio [9], o a los BFR (retardantes de llama bromados), que actúan como disruptores endocrinos, alterando la función del sistema hormonal tiroideo y sexual, así como el desarrollo neuroconductual.
El cada vez más complejo y menos natural procesamiento de los alimentos producirá, sin duda, nuevos cambios en los patrones de salud-enfermedad [10].
Se ha estudiado también la influencia del paisaje en la salud humana. El simple hecho de estar en un entorno con formas diversas de vida (vegetal y animal), sin contaminación, y con una estética natural, ya sea en la ciudad o en el campo, produce en las personas una sensación de bienestar. Estos estudios orientan acerca de los efectos que podría tener sobre la salud mental un ambiente progresivamente degradado (ambiental y socialmente).
La pobreza mata
Una reflexión aparte merece la pobreza. Según el último Informe de Desarrollo Humano (PNUD, 2005) 2.500 millones de personas, el 40% de la población mundial, viven con menos de dos dólares al día. A lo largo de los últimos años la brecha entre países del centro y de la periferia (y entre ricos y pobres dentro de cada país) cada vez es mayor. Las desigualdades de género también persisten, y las mujeres siguen siendo mayoría en las capas de población más pobres. En algunos países del continente africano, la esperanza de vida ha sufrido un retroceso importante (a causa de la combinación pobreza-sida) y no llega a los 40 años.
Las condiciones ambientales más degradantes con frecuencia van asociadas a la pobreza. Así, la creciente escasez de agua supone que más de 1.000 millones de personas no tengan acceso al agua potable, y que 2.600 millones más carezcan de un adecuado tratamiento sanitario de la misma. La desnutrición, que aumenta aún más los riesgos en salud, también va de la mano de la pobreza. Las poblaciones pobres son, por tanto, más vulnerables a los impactos sobre la salud de los cambios ambientales, y además (a veces de forma diferida en tiempo y espacio) los sufren como consecuencia de los hábitos de consumo de las poblaciones más ricas.
Parece cuanto menos difícil estar sano en un mundo tan profundamente enfermo. Sin duda, hay quien tachará este análisis de catastrofista (desde luego, para empeñarse en continuar por el camino actual sin ni siquiera pararse a pensar, no basta con ser optimista). Sin embargo, el potencial de cambio y mejora de la salud es impresionante, y más factible que pretender dominar el genoma humano. Cada persona, cada barrio, cada pueblo, puede cambiar su vida, puede cambiar su entorno, puede cambiar su historia. Pero no sólo puede, sino que tiene derecho a hacerlo. La Constitución Española y la Ley General de Sanidad reconocen el derecho a la participación ciudadana en la salud. Cualquier persona o colectivo debería tener derecho, por lo tanto, a participar en aquellas políticas con impacto en la salud (económicas, sociales, ambientales, sanitarias…) y a reorientarlas hacia una mejora de la salud colectiva. Pero no sólo se tiene derecho. No se puede mejorar la salud sin la participación de la ciudadanía: es una necesidad técnica. ¿Cómo se podría hacer sin contar con sus protagonistas? Parece más bien complicado.
Abrir la puerta a la esperanza
Como vemos no podemos desvincular los problemas de salud del contexto social y ambiental en el que vivimos. A las personas, por lo general, nos preocupa nuestra salud, pero hasta el momento no hemos dispuesto de las herramientas necesarias para relacionarla con el entorno cercano y global. Analizar la salud desde una perspectiva amplia e integral implica necesariamente empoderar a las personas en la toma de decisiones acerca de su cuerpo y de los procesos salud-enfermedad, así como tomar conciencia de los problemas ambientales y sociales de nuestro tiempo. Tenemos derecho a gozar de una vida digna y saludable, pero también tenemos la responsabilidad de que nuestro estilo de vida vaya encaminado a mejorar la propia salud y la colectiva.
Vivir saludablemente es una forma indirecta de contribuir a la salud global: buscar el equilibrio con el medio que nos rodea; cuidar el entorno; replantear nuestros hábitos de vida desvinculando lo mercantil de la salud; consumir de forma crítica y responsable; ahorrar energía; hacer ejercicio físico caminando, usando la bicicleta o el transporte público; comer de forma saludable, empleando alimentos menos procesados y sin envases, producidos localmente, sin abusar de la carne y el pescado; aprender a vivir a un ritmo distinto; reconocer nuestra valía; apreciar la solidaridad y las relaciones humanas; distribuir equitativamente el trabajo reproductivo; redescubrir lo extraordinario de ver un pájaro volar, de sentir el mar, de una caricia; afrontar los conflictos cotidianos de forma positiva y asertiva; implicarse en el cambio de la realidad participando en movimientos vecinales y sociales...
Desde una perspectiva de la ecología social, el movimiento ecologista debería también participar de este proceso de toma de conciencia colectiva. Reivindicar el derecho a un ambiente saludable y respetuoso con el resto de seres vivos y con las futuras generaciones, el derecho a unas condiciones de vida dignas, y la responsabilidad compartida de reducir las desigualdades sociales y de género, es reafirmar el derecho a la salud, individual y colectiva. Y reivindicar el derecho a la salud humana, pasa, hoy día, por asumir los límites del ecosistema global y transformar los patrones de consumo y crecimiento por los de respeto mutuo y equidad.
La existencia humana no va necesariamente enfrentada a la convivencia entre sí y con el resto del entorno. Es nuestra responsabilidad reorientar su camino y abrir una puerta a la esperanza.
Notas
[1] Artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. ONU, 1948; Artículo 43 y 49 de la Constitución Española, 1978; Ley 14/1986 General de Sanidad
[2] McKeown Thomas. Los orígenes de las enfermedades humanas. Crítica, Barcelona, 1990
[3] World Health Organization. Ecosystems and Human Well-being: Health Synthesis. A report of the Millenium Ecosystem Assessment. Geneva, 2005
[4] A.J. McMichael et al. Climate change and human health. Risks and responses. World Health Organization (WHO). Geneva, 2003
[5] WHO. ‘Outdoor air pollution. Assessing the environmental burden of disease at national and local levels’. Environmental burden of disease Series, No 5. Bart Ostro. Geneva, 2004.
[6] F Simón, G Lopez-Abente1, E Ballester, F Martínez. ‘Mortality in Spain during heat waves of summer 2003. Surveillance Report’. Eurosurveillance Vol. 10. Issues 7-9. Jul-Sept 2003. Martínez Navarro F, Simón-Soria F, López-Abente G, 2004. ‘Valoración del Impacto de la Ola de Calor del Verano de 2003 sobre la Mortalidad’, Gac Sanit 2004; 18(Suppl 1):250:8
[7] Les Roberts et al. ‘Mortality before and after the 2003 invasion of Iraq: cluster sample survey’. Lancet 2004; 364: 1857–64.
[8] El dibromocloropropano (DBCP) ha producido decenas de miles de personas afectadas y centenares de muertes en Centroamérica. A pesar de estar prohibido en EE UU por su toxicidad, Dow Chemical continuó exportándolo durante años a compañías como la Standard Fruit Company y la Shell bajo el nombre comercial de Nemagón y Fumazone.
[9] La UE recomienda a mujeres embarazadas o en periodo de lactancia no consumir más de 100 g de pescado a la semana para evitar los efectos nocivos del metil-mercurio, que se acumula en los tejidos grasos y puede producir mutaciones, malformaciones y degeneración neuronal.
[10] Un ejemplo sería la aparición y difusión de enfermedades en los últimos años como el síndrome hemolítico-urémico, cuyo origen está estrechamente relacionado con cambios sustanciales en el proceso productivo de la industria cárnica, que permite que a una sola hamburguesa vaya a parar carne de múltiples cabezas de ganado. El germen que produce la enfermedad existe desde hace siglos, pero son las condiciones de explotación ganadera actuales las que han favorecido que aparezca la enfermedad. Otro ejemplo sería la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (de las vacas locas) relacionada con el consumo de carne de vacunos previamente alimentados con piensos de restos de otros animales.
Edith Pérez Alonso es médica especialista en medicina familiar y comunitaria y pertenece a Ecologistas en Acción

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