Quién controla a las agencias de control nuclear







Stephen Leahy
IPS



Mientras Japón afronta un accidente nuclear que puede ser el peor de la historia, parece evidente que cualquier debate sobre la seguridad de la energía atómica debería abordar la independencia de los organismos reguladores.
El 26 de abril de 1986 varios incendios y explosiones en la central nuclear ucraniana de Chernobyl liberaron material radiactivo que se expandió sobre Europa oriental y occidental, especialmente en la propia Ucrania, Bielorrusia (hoy Belarús) y Rusia, entonces repúblicas soviéticas. 

Veinticinco años después, el reactor número cuatro de Chernobyl continúa emitiendo radiactividad pese a que está sepultado bajo una gruesa pero deteriorada cubierta de hormigón armado. 

Europa y Estados Unidos intentan recaudar más de 2.000 millones de dólares para construir un sarcófago permanente que contenga la radiación. 

El desastre de Chernobyl suele ser atribuido a tecnología obsoleta y a la opacidad característica del régimen soviético. 

El accidente en la central japonesa de Fukushima I, operada por la Compañía de Energía Eléctrica de Tokio (Tepco), se desencadenó por los daños que le causaron el terremoto de nueve grados en la escala de Richter y el inmediato tsunami del 11 de este mes. Pero "Tepco no tiene los mejores antecedentes de seguridad o de transparencia en la información", dijo Mycle Schneider, analista de políticas energéticas y nucleares radicado en París que trabaja habitualmente en Japón. 

En 2002 se descubrió que Tepco falsificaba información sobre seguridad y la empresa fue obligada a cerrar sus 17 reactores, incluidos los de la central de Fukushima I, ubicada unos 240 kilómetros al norte de Tokio, en el este del país, sobre el océano Pacífico. 

Ejecutivos de Tepco admitieron haber presentado unos 200 informes técnicos con datos falsos en las dos décadas anteriores. La maniobra quedó expuesta porque un ingeniero nuclear estadounidense que trabajaba en la empresa la dio a conocer, dijo Schneider a Tierramérica. 

En 2007, un terremoto de 6,6 grados obligó a Tepco a clausurar los siete reactores de la central nuclear más grande del mundo, ubicada en la costa oeste de Japón. La planta de Kashiwazaki-Kariwa se cerró por 21 meses para realizar reparaciones y pruebas antisísmicas adicionales. Sólo cuatro de sus reactores volvieron a operar. 

"No hay un solo lugar de Japón que no sea propenso a los terremotos", dijo Schneider. 

Japón obtiene un tercio de su electricidad de 55 reactores nucleares, lo que lo coloca tercero luego de Francia, con 59, y de Estados Unidos, con unos 100. Japón no tiene petróleo, gas natura ni carbón y es un gran consumidor de energía. El país planea construir otros 15 reactores. 

Otras instalaciones atómicas japonesas han experimentado fallas. 

En 2004, un accidente mató a cinco trabajadores. En 1996, otro provocó una lluvia radiactiva que alcanzó los suburbios del nororiente de Tokio, pero tuvo poca repercusión pues el gobierno prohibió a los medios divulgar la información, sostuvo el periodista Yoichi Shimatsu, ex editor de The Japan Times Weekly, en un artículo publicado en The 4th Media. 

Los ambientalistas japoneses protestan desde hace tiempo por regulaciones estatales inapropiadas y la cultura de la industria nuclear de encubrir sus errores. 

El problema es que las empresas de energía nuclear como Tepco y las agencias reguladoras del gobierno son "esencialmente lo mismo", dijo a Tierramérica el presidente de la no gubernamental Coalición Canadiense para la Responsabilidad Nuclear, Gordon Edwards. 

Esa situación se repite en Japón, en Canadá, Estados Unidos y en otros países, planteó Edwards. 

"Hay pocos expertos nucleares independientes en el mundo. Todos trabajan para la industria, o lo hicieron antes y ahora son reguladores", señaló. 

Canadá tiene una gran industria nuclear de propiedad estatal, con 17 reactores que aportan 15 por ciento de la electricidad del país. 

El gobierno canadiense ha vendido reactores Candu a varios países, entre ellos Argentina y, más recientemente, China. 

Las plantas nucleares de Canadá han sido objeto de múltiples reparaciones, todas ellas costosas, y también de clausuras, principalmente por filtraciones. Aunque no hubo víctimas fatales, pero los costos de reparación ascienden a miles de millones de dólares. 

La industria y las agencias de fiscalización no tienen interés en educar al público o a los gobernantes, dijo Edwards. "Nunca explican que la radiactividad no es algo que puede apagarse. No explican que incluso cuando se clausura un reactor éste sigue generando una enorme cantidad de calor que debe eliminarse para impedir la fusión del combustible", destacó. 

Un claro ejemplo es el reactor número cuatro de Fukushima I, que estaba clausurado desde diciembre. Pero el combustible ya usado sumergido en las piscinas de almacenamiento comenzó a recalentarse cuando el sistema de refrigeración dejó de funcionar por el terremoto. 

Para John Luxat, experto en seguridad nuclear de la Universidad McMaster, cerca de Toronto, los edificios de Fukushima resistieron bien, pero hubo un problema con el generador eléctrico que debía alimentar el sistema de enfriamiento. 

Canadá tiene una importante reguladora, que es la Comisión Canadiense de Seguridad Nuclear (CNSC, por sus siglas en inglés), señaló Luxat a Tierramérica, encargada de hacer cumplir las normas. 

Para dirigirla, el gobierno designa a expertos de la industria y de otros sectores. Toda nueva norma eleva considerablemente los costos, admitió Luxat, quien trabajó en la industria nuclear canadiense. 

"En 2008, cuando la presidenta de la CNSC (Linda Keen) intentó poner las regulaciones canadienses en línea con los estándares internacionales, el gobierno la destituyó", dijo a Tierramérica el analista nuclear de Greenpeace Canadá, Shawn-Patrick Stensil. 

Uno de los cambios que Keen promovió fue ordenar el uso de generadores de respaldo alimentados a gasóleo en caso de que se presentara una falla eléctrica tras un terremoto, añadió. 

"La independencia de la Comisión quedó comprometida con la designación de un presidente favorable a la industria nuclear", sostuvo. 

La CNSC y la industria se niegan a divulgar sus estudios sobre seguridad para que los evalúen colegas independientes, argumentando que es demasiado riesgoso hacerlos públicos, dijo Stensil. 

"La industria siempre exagera la seguridad y los beneficios y subdeclara los costos y los riesgos", dijo a Tierramérica Mark Mattson, de la organización no gubernamental Lake Ontario Waterkeeper. 

"Es imposible conseguir que aporten evidencias que sostengan sus argumentos", dijo. 

La mayoría de los reactores nucleares de Canadá se encuentran en la región del Gran Toronto, en el este del país, donde viven casi seis millones de personas. 

A fines de este mes, se celebrarán audiencias públicas para discutir la construcción de dos reactores más, aunque la decisión de construirlos ya se tomó en la esfera política, señaló Mattson. 

"En realidad no necesitamos esa energía adicional. El único motivo por el que esto sigue adelante es para fomentar la industria", dijo. 
Fuente: http://ipsnoticias.net/nota.asp?idnews=97818

* Publicado originalmente por la red latinoamericana de diarios de Tierramérica.

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Riesgos asumibles

Samuel
Quilombo



 Existe una lógica detrás de los argumentos a favor del uso de la energía nuclear. Cuando sus partidarios insisten en considerar los riesgos que entraña como asumibles lo hacen porque parten de un marco epistémico específico, el de la racionalidad económica y tecno-científica asociada al capitalismo industrial. La acumulación de capital necesita un suministro estable y creciente de grandes cantidades de energía: de energía humana, en forma de trabajo humano, pero también la que proviene de otras fuentes de energía primaria (combustibles fósiles, la energía nuclear o las llamadas energías renovables). En este marco pueden asumirse las externalidades negativas porque no se contabilizan todos los costes en los balances de las empresas sino que se soslayan o se socializan. Así, el riesgo de accidentes nucleares se vuelve aceptable desde el momento en que no supera un determinado nivel, ese a partir del cual se bloquea la producción social y el crecimiento económico. Poco importa que las consecuencias sean catastróficas desde cualquier otro punto de vista, especialmente en ese tiempo largo que no existe para los economistas: ¿que son medio millón o un millón de posibles afectados por fugas radioactivas, si la propia ciencia permite convivir con enfermedades como el cáncer? ¿Qué importa que en las minas haya regularmente vertidos de uranio que contaminan ríos y napas freáticas si, al contrario que los vertidos de petróleo, no se ven o afectan a poblaciones prescindibles?

La crítica apocalíptica no puede superar la constatación cínica, pero también científica, irreprochable, de que "la vida sigue". La cuestión es qué vida, para quién y cómo. Si la economía se supedita al imperativo ecológico de la preservación de la biosfera -algo que no tiene precio en términos económicos- o, dicho de otra manera, al 'buen vivir' del que hablan los indígenas andinos (convertido en principio constitucional en Ecuador y Bolivia pero un tanto devaluado por la forma-Estado), entonces los términos de la conversación cambian radicalmente. La conversación que propone el poder es la de una modernidad basada en las ideas de progreso y desarrollo, de crecimiento continuo y de una concepción de la buena vida estrecha y degradada. Estrecha en tanto que ego-céntrica, con lo que se ignora lo común y la integración en la llamada naturaleza. Degradada porque se articula en torno a pasiones tristes como el miedo, porque permite nuestra contaminación cotidiana e inconsciente al tiempo que reprime el consumo voluntario de determinadas sustancias.

Por usar el lenguaje de Walter Mignolo, es toda una matriz de poder de la que hay que irse desprendiendo, un proceso de "descolonización epistemológica" lento pero que está en marcha. La irrupción de los movimientos indígenas en América Latina o de la ecología política marcaron rupturas que obligan a subvertirla: endogeneizando costes que hasta ahora se externalizaban; asumiendo el carácter de bienes comunes de los recursos energéticos, que hoy se traduce en subvenciones inevitables; descentralizando la producción energética, que no precisa de nuevos "despotismos hidráulicos" en forma de Estados fuertes u oligopolios privados (privatizados más bien).

Esta subversión o desprendimiento debe aplicarse no sólo a la lógica de la acumulación que apuntala la energía nuclear, sino la producción energética en general. Megaproyectos de energía solar como Desertec reproducen el mismo esquema con las renovables e implican en realidad transferencias de recursos del sur al norte y de dinero público a manos privadas. Es más, esta lógica la comparten tanto los gobiernos liberales como los socialistas. Los gobiernos de Venezuela, Ecuador o Bolivia siguen apostando por la extracción intensiva de recursos fósiles. El gobierno venezolano promovía además un programa de desarrollo de la energía nuclear que no ha suspendido hasta el accidente de Fukushima. Frente a este grave suceso, el Partido Comunista Francés reaccionó defendiendo la industria nuclear francesa, limitándose a pedir más transparencia.

En fin, nunca han faltado quienes defienden el derecho de países como Irán a disponer de energía nuclear si se emplea para usos civiles, algo que sólo puede reivindicarse desde la perspectiva del Estado pero no desde la de quienes buscan un cambio de paradigma. La energía nuclear, y especialmente su uso militar, permite participar en clubes selectos como el Consejo de Seguridad de la ONU. El mismo que consideró que había llegado el momento de cortar las alas de cierto antiguo aliado petrolero.

Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/riesgos-asumibles

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