Nuestra zona de sacrificio nuclear








La exposición a la radiación en EE.UU. vivida por una mujer


Valerie Brown
The Phoenix Sun/Alternet

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens


Mientras el mundo mira hipnotizado el desastre nuclear que tiene lugar en Japón, los que no corren el riesgo de verse expuestos a la radiación agradecen su buena suerte y se preguntan qué se sentirá siendo uno de los infelices que no pueden escapar a esa manta invisible de miedo.
Les voy a contar lo que se siente.
En un día de primavera de 1975, las primeras palabras que escuché al salir de la neblina de la anestesia fueron: “era maligno”. Tenía veinticuatro años. Un par de meses antes, durante un examen médico de rutina mi doctor había encontrado un bulto en la tiroides. Los rayos X y la ecografía no pudieron aclarar si se trataba de un quiste lleno de líquido o de un tumor sólido. La única alternativa era la cirugía. El análisis durante la operación confirmó una diagnosis de cáncer tiroideo. El cirujano sacó un lóbulo y el istmo de la glándula en forma de barra con pesas en la base de mi cuello. Me informaron de que tendría que tomar hormona tiroidea (tiroxina) durante el resto de mi vida porque si lo que quedaba de mi propia glándula volvía a funcionar, podría provocar otro cáncer. Y por lo tanto he tomado la pequeña píldora cada mañana durante treinta y seis años. Duró mucho hasta que desapareció la llamativa cicatriz roja alrededor de mi cuello, del tipo que después se llamó “collar Chernóbil”.
Tuve mucha suerte. Lo puedo decir ahora, después de tantos años sin una recurrencia. Pero han sido treinta y seis años de miedo constante y no pocos problemas físicos, junto con un sentido creciente de indignación, a medida que iba conociendo gradualmente la causa probable de mi trauma.
En aquel momento mi mente estaba dominada por la pregunta “¿por qué yo?”.
“No sabemos lo que lo causa”, me dijo el médico en un tono despreocupado. “Pero muchas mujeres jóvenes tienen cáncer tiroideo”.
Aunque traté de superarlo, desarrollé una especie de trastorno por estrés postraumático. Me aterró mi propio cuerpo. Cada desperfecto provocó ansiedad ante la posibilidad de nuevos tumores. Cada examen rutinario era una pesadilla. Tuve una serie de problemas de salud importantes, pero no letales, que tuvieron que ver con varias operaciones y biopsias adicionales. Una vez pregunté a un médico que si el hecho de haber tenido cáncer una vez significaba que había pagado mis deudas. Se rio, diciendo que era todo lo contrario: Un cáncer aumenta la probabilidad de tener otro cáncer, o que el cáncer original se propague a otros órganos. Haber pagado sus deudas no significa que se vaya a obtener un pase libre.
No puedo decir que haya manejado bien la experiencia. Como parte de la generación de posguerra ya estaba inmersa en el nihilismo causado por la larga sombra de la Guerra Fría y la cólera ardiente de la Guerra de Vietnam –¡Hurra! ¡Moriremos todos!– Y, no obstante, al mismo tiempo, como era tan joven, no conocía a nadie que siquiera estuviera enfermo, por no hablar de una víctima de cáncer. Entonces no había grupos de apoyo para enfermos de cáncer, no había sobrevivientes orgullosas con alegres pañuelos durante sus fases de quimioterapia. Ningún doctor sugirió que podría ser útil que encontrara un poco de ayuda psicológica.
Mientras peregrinaba en mis veinte años y principios de los treinta, me mantuve pendiente de cualquier información que pudiera encontrar sobre lo que causa el cáncer tiroideo. En 1986 –el año de Chernóbil– me enteré de que el vínculo entre la exposición a la radiación ionizante y el cáncer de tiroides era de lejos la más fuerte de todas las causas posibles de la enfermedad. De modo que comencé a reflexionar sobre cómo podría haber estado expuesta a ese tipo de radiación.
Fue cuando las cosas comenzaron a ponerse feas. Encontré demasiado donde elegir. Había crecido en una especie de Triángulo Nuclear. A 145 kilómetros al norte de mi ciudad natal de Pocatello, Idaho, está el Laboratorio Nacional Idaho, instalado en el desierto. Cuando yo tenía seis meses produjeron allí la primera electricidad de generación nuclear del mundo. El lugar tenía la mayor concentración de reactores del mundo –cincuenta y dos (la mayoría inactivos en la actualidad). Aunque nadie admite que haya habido alguna emisión de radiación transportada por el aire, por lo menos 40.000 millones de litros de desechos radioactivos se inyectaron al acuífero del río Snake entre 1953 y 1984.
A unos cientos de kilómetros hacia el noroeste, un grupo similar de edificios engañosamente insulsos está instalado sobre el basalto del río Columbia en Hanford, Washington. Durante la producción del plutonio utilizado en algunas de las primeras armas nucleares del mundo, millones de curies de I-131 se liberaron al aire en Hanford.
El gobierno ya sabía por lo menos a mediados de los años cuarenta que el yoduro de potasio protegía contra la absorción de I-131 por la tiroides. El gobierno no informó al público al respecto, ni notificó antes ni después a los que vivían viento abajo sobre alguna emisión de I-131 de alguna de sus instalaciones. De hecho, el gobierno reconoció pocas veces el riesgo público por radiación emitida por alguna de sus instalaciones de armas en todo el país. Cuando se vieron obligadas a hacerlo, las autoridades federales insistieron en que no había peligro. Tal como hacen actualmente los gobiernos de Japón y EE.UU.
Pensé que las instalaciones en Idaho y Washington eran los sitios más probables en los que yo podría haberme encontrado con una nube de yodo radioactivo, porque mi familia había pasado muchas vacaciones en las montañas centrales de Idaho (a las que llegábamos conduciendo a través de la reserva nuclear de Idaho a lo largo de letreros que amenazaban con arresto o algo peor si un automovilista se detenía por algún motivo), o en viajes por la carretera del río Columbia para visitar parientes en Portland.
Pero en realidad la fuente más probable de ese I-131 estaba en el sudoeste: el Emplazamiento de Pruebas de Nevada (NTS) cerca de Las Vegas. Yo no sabía casi nada sobre el NTS, pero en 1997 había comenzado a informarme. Ese año el Instituto Nacional del Cáncer publicó un mapa de los sitios a los que habían viajado las numerosas nubes de I-131 de los 925 ensayos nucleares en Nevada entre 1951 y 1963. Aunque mi condado no fue el más afectado, era seguro que lo había sido muchas veces. El calculador de exposición del Instituto Nacional del Cáncer dice que probablemente recibí un total de 10 rads de I-131 de 47 ensayos separados entre 1951 y 1966. Una planilla de efectos sobre la salud de USEPA [Agencia de Protección Ambiental Estadounidense] indica que los cambios en la química de la sangre aparecen entre 5-10 rad/rem, pero esa todavía se considera una dosis relativamente pequeña, de la que no se espera que cause síntomas agudos de enfermedad por radiación.
Mientras recababa más información mi resentimiento siguió ardiendo lentamente. Entonces, aproximadamente en 2004, una mujer originaria de Idaho llamada Sheri Garman decidió que ya bastaba. Muriendo de cáncer de tiroides que se había propagado al pecho y al hígado, Sheri pasó cerca del último año de su vida concienciando a los idahoanos de cuántos escapes radioactivos habían afectado a su Estado y haciendo que los políticos de Idaho presionaran para que compensasen a aquellos ciudadanos cuyas vidas se habían perdido, acortado o convertido un auténtico infierno por la política federal.
Cuatro de los cinco condados en la nación más afectados por el I-131 están en Idaho (el más afectado está en Montana). Emmett, la ciudad natal de Sheri Garman, una joya idílica de la región central cerca de Boise, recibió el máximo I-131 en el Estado. La mayoría de los idahoanos no tenían la menor idea de que habían estado expuestos a tanta radiación, pero al darse cuenta se unieron alrededor de Sheri y exigieron la posibilidad de contar sus propias historias de dolor, angustia y ruina financiera por las cuentas médicas.
La ira ya se agitaba cuando se supo que los responsables de las decisiones en el NTS habían esperado rutinariamente hasta que el viento soplara exactamente hacia Idaho antes de detonar sus ensayos de bombas. Un documento del gobierno caracteriza a la gente que vive bajo esa trayectoria de la nube como “un segmento de poco uso de la población”. (Esto era bien sabido por los que vivían viento abajo en Utah, que habían comprendido su experiencia mucho antes que los idahoanos).
Sheri Garman vivió justo lo suficiente para lograr que se presentara una ley que conseguiría que los idahoanos tuvieran derecho bajo la Ley de Compensación por la Exposición a la Radiación, y para ver cómo su hija se graduaba de la escuela secundaria. Siete años después, los idahoanos siguen esperando mientras la ley languidece en el comité. Los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial que viven viento abajo saben que los políticos y los responsables de las decisiones políticas están a la espera de la ocasión adecuada: en cuanto nos hayamos muerto todos, la presión sobre ellos se evaporará, a menos, claro está, que una nueva colisión de fuerzas naturales y de error humano cree una nueva generación de gente que vive viento abajo. Lo que comienza a parecer más probable al escribir estas líneas.
Durante todo este largo viaje me he esforzado por comprender la naturaleza del riesgo de radiación. Entre el descubrimiento de la hinchazón y el momento en el que recuperé la conciencia después de mi tiroidectomía, mis oídos habían estado llenos de las voces de médicos que creían que me reconfortaban cuando me aseguraban que “un 99% de estos tumores son benignos”.
Para la persona que cae en ese último 1%, se transforman los fundamentos del mundo. En lugar de un mundo en el cual nos sentimos bien tomando decisiones según, digamos, las probabilidades de que haya tormentas que arruinen un picnic, nos vemos anzados a un infierno binario, en el que las alternativas y probabilidades son solo dos: ganas o pierdes, negro o blanco, benigno o maligno.
Sin embargo, el interior de los átomos también sigue modelos probabilísticos. A esa escala, causa y efecto no se pueden relacionar en líneas rectas. Nadie puede decir exactamente qué partícula subatómica será eyectada de qué átomo y con qué cantidad de energía, o quién absorberá cuántas de esas partículas, o cuál de las células de una persona será afectada por ellas, o si el sistema de inmunidad de qué persona no logrará reparar el daño producido por esos minúsculos cañones perdidos que se propulsan por sus tejidos. Los “expertos” dicen generalmente cosas como: “Podría haber una cantidad X de cánceres adicionales” en una población particular expuesta, pero no pueden decir quién sufrirá esos cánceres –una salida oportuna cuando se trata de distribuir el bien y el mal y de asignar la responsabilidad moral. El problema pasa de concreto, que afecta a seres humanos reales, a abstracto, que no afecta a nadie en particular. La mayoría nos sentimos bien con ese tipo de riesgo, mientras no seamos los que yacen sobre la mesa de operaciones.
Mientras las terribles noticias de Japón siguen llegando en olas cada vez peores, y mientras repaso la hirviente Twitteresfera, los sermones de los expertos, y lo peor de todo, las estupideces soltadas por las autoridades gubernamentales, me vuelvo a enfurecer. No importa hacia donde me vuelva, oigo que a menos que los niveles de radiación lleguen a niveles improbablemente elevados, nadie se enfermará, como si la enfermedad de radiación aguda fuera la única consecuencia de la exposición. Escuchadme bien: No existe nada que sea un nivel “seguro” garantizado de exposición a la radiación ionizante. Ciertamente, la distancia de la fuente y la dilución en la atmósfera disminuyen el riesgo de exposición. Seguro, se puede tragar algo de yoduro de potasio para impedir que la tiroides absorba I-131. Aunque no te protegería contra el cesio-137, el estroncio-90 o el plutonio.
El enfoque oficial sobre las dosis en el corto plazo es engañoso. La ciencia reciente sugiere que dosis pequeñas de exposición a la radiación pueden tener numerosos efectos a largo plazo, posiblemente transmitidos de una generación a otra. Y casi todas las discusiones –y la investigación científica– sobre la exposición a la radiación se concentran en cánceres. Hay ciertamente numerosos cánceres que puede causar la radiación aparte del cáncer tiroideo, del cáncer de mama y de próstata a varias leucemias. Se piensa que estos cánceres resultan de partículas de energía que atacan el ADN, rompiendo hebras, e interfiriendo con la replicación genética. Los genes defectuosos llevan a células defectuosas, es lo que se piensa. Pero también puede haber efectos epigenéticos –es decir, cambios en la manera de organización y funcionamiento de los genes normales– y estos pueden llevar a desordenes diferentes del cáncer, como enfermedades tiroideas, problemas autoinmunes y hormonas fuera de control.
Para empeorar las cosas, también cambia mucho las cosas la edad que se tiene al ser expuesto. Afectaciones prenatales incluida la exposición química y de radiación, pueden crear modelos epigenéticos de expresión de genes que pueden permanecer con la persona para siempre, incluso si los genes en sí no resultan dañados. Y pueden pasar 50 años o más hasta que el cronometrador colocado en nuestras entrañas active la espoleta y provoque una enfermedad hecha y derecha.
En un artículo de 2009, los investigadores canadienses Carmel Mothersill y Colin Seymour de la Universidad McMaster expresaron bastante bien el naciente estado del conocimiento sobre los efectos a la radiación de bajo nivel:
“Nuestra noción de los efectos biológicos de exposición a dosis bajas ha experimentado un importante cambio de paradigma… Comprendemos, por lo menos en parte, algunos de los mecanismos que impulsan efectos de bajas dosis y los perpetúan no sólo en el organismo expuesto sino también en su progenie y en ciertos casos, en sus parientes. Esto significa que algunas opiniones previamente mantenidas sobre dosis seguras o ausencia de efectos dañinos ya no se pueden sostener.”
He pasado mucho tiempo en ese miserable estado de ansiedad en el que casi puedo sentir cada rayo invisible que invade mi cuerpo, dejándome paralizada de miedo. No es una condición útil. He aprendido a resistirla, en gran parte porque cada minuto que paso aterrorizada es otro minuto de mi vida entregada a la arrogancia condescendiente del complejo militar-industrial.
En el lado positivo, es verdad que no se está necesariamente condenado para siempre si ha sido expuesto a alguna radiación ionizante. Vuestro cuerpo probablemente tiene defensas. Ahora hay tratamientos mucho mejores para cánceres que nunca, y las tasas de supervivencia van mejorando. Como me dijo un médico: “Si hay que tener cáncer, el cáncer tiroideo es el mejor” porque crece lentamente y es poco probable que se convierta en metástasis antes de que se descubra. Muchos otros cánceres también se pueden tratar. Pero nadie puede decir quién eludirá la bala brillante, y quién no. Los displicentes encogimientos de hombros de políticos y eruditos tampoco toman en cuenta el inevitable sufrimiento emocional, el trastorno de la vida y el estrés financiero que acompañan toda diagnosis de cáncer, incluso si tiene una prognosis positiva.
Los fabricantes de bombas del NTS dejan que su contaminación descienda sobre “el segmento de poco uso de la población” porque habría habido demasiadas quejas si hubiera caído sobre Los Ángeles. Ahora escuchamos una preocupación similar con respecto a Tokio. Probablemente esta preocupación se deriva de la diferencia de densidad de la población entre un área urbana y rural o de pequeñas localidades, pero existe una implicación tácita de que los habitantes rurales son más prescindibles que los de las ciudades. ¿Cómo de grande, rica, bien educada o “urbanizada” tiene que ser una población sacrificada para que el sacrificio sea inaceptable?
En la actual crisis, el énfasis constante en los pronunciamientos oficiales y los comentarios en los medios sobre la probabilidad bajísima de exposiciones suficientemente altas para que una persona se enferme de inmediato oculta el hecho de que mientras utilicemos tecnologías nucleares, no podremos impedir la exposición a la radiación, y que alguna gente se va a enfermar por nuestro uso de ellas. El pacto con el diablo por estas tecnologías requiere un pago. Siempre hay alguien en el camino de los vientos hacia abajo.
Si hay algo que nos puede enseñar el desastre de Fukushima, es que el público tiene que dejar de tolerar las sonrisas sardónicas condescendientes que hemos visto desde los años cincuenta sobre los riesgos de las tecnologías nucleares. En su lugar, debemos exigir honestidad. Los que están viento abajo merecen que se les diga la verdad, y que se les permita la oportunidad de protegerse. Hay que ajustar a gobiernos y corporaciones a ese estándar. Por nuestra parte, tenemos que abandonar esa ficción de que no lo hemos visto, frente al lado oscuro de nuestra glotonería energética. Saquemos la cuenta del verdadero coste de realizar negocios nucleares.
Personalmente no creo que valga la pena pagar el precio. Y en todo caso, mi collar de Chernóbil no se puede pignorar. Tengo que vivir con él.
Valerie Brown es periodista independiente basada en el valle Willamette de Oregón. Ha escrito sobre salud medioambiental, clima, radiación, energía y otros temas para numerosas publicaciones incluidas Miller-McCune Magazine, High Country News, SELF, y Environmental Health Perspectives. En 2009 obtuvo el primer premio por periodismo impreso explicativo de la Sociedad de Periodistas Medioambientales por su artículo.


"Environment Becomes Heredity" Miller-McCune Magazine.
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Fuente: http://www.alternet.org/story/150321/

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