LOS NUEVOS DUEÑOS DE LA TIERRA





Editorial de BiodiversidadLa
La lente nos asoma a contraluz a una persona que cosecha maíz en una parcela, chacra, milpa. Pero como muchas fotos, esta toma no nos dice demasiado lo que ocurre. Nos sugiere, pero sin la contundencia de haber estado ahí como quien tomó la foto, o sin la certeza de la gente que conoce al fotografiado, sólo podemos adivinar.
Y ahora las comunidades de todo el mundo sufren una renovada invasión de sus tierras, por lo que la foto podría hablarnos más bien de un jornalero —suponemos que varios— que labora para otros: los nuevos dueños de la tierra.
No son los terratenientes de antes, herederos de los invasores europeos que abrieron encomiendas, juntaron esclavos y explotaron los dominios coloniales. No son los grandes finqueros de los últimos dos siglos, que expandieron sus dominios a costa de los territorios de los pueblos indios para emprender negocios de exportación con monocultivos básicos como la caña de azúcar, el café, el cacao, el banano, el henequén, el chicle o la madera, y que dependían de los peones acasillados —literalmente presos de sus patrones. No son ya ésos que impusieron y expandieron por vez primera el sistema industrial agrícola, ni quienes saquearon los saberes ancestrales de la gente para irse adaptando a sus nuevos entornos y a desconocidas condiciones climáticas.
Esos personajes, ligados a terrenos y haciendas, estaban ahí, devenían en jefes políticos de la localidad o la región. Guerrearon entre ellos con muchos muertos para consolidar sus feudos, se hicieron de enemigos y forjaron alianzas, algunas muy nefastas, para controlar tierras, agua, mano de obra, comercio, elecciones, políticas públicas y derechos de paso y hasta el derecho a la vida. Pero estaban ahí. Vivían ahí o iban con frecuencia a sus propiedades, y como tal estaban sujetos a la resistencia real de los pueblos, de los despojados, de los invadidos, de los explotados. Y la historia de América Latina, por lo menos, es una historia de conflictos agrarios y en defensa de los territorios ancestrales de los pueblos.
Hoy, como las más recientes investigaciones nos muestran, los acaparamientos de tierras traen tras de sí un aura “neutral”. Son debidos, nos explican en círculos gubernamentales, a la inseguridad alimentaria, son producto de la crisis mundial de alimentos “que nos obliga a cultivar donde podamos nuestros propios alimentos y aunque disloquemos la producción, traeremos los alimentos al país para beneficio de nuestra ciudadanía”. Hurgando un poco, asoma la cola el monstruo financiero que impulsa desde grandes consorcios y empresas conjuntas capitales diversos para invertir en tierras, en producciones, en exportación e importación de productos básicos, en especulación alimentaria.
Éstos son los hechos, el recuento de daños. Pero qué está en juego. Hacernos la pregunta es crucial para entender cómo enfrentar esta flamante “neutralidad” esa “suave distancia” que aleja y borronea al invasor, que confunde el punto contra el que hay que dirigir nuestros esfuerzos.
Hay en esta nueva vuelta una pérdida de soberanía nacional (y como que nadie se incomoda). Cualquier país que venda o arriende a largo plazo grandes extensiones de tierra de cultivo está poniendo en riesgo su propia soberanía nacional. Está contribuyendo al desmantelamiento general que las empresas hacen de más y más Estados, de más y más funciones del Estado y sus aparatos. Por supuesto hay una desterritorialización mayor de muchos pueblos y comunidades. Y por ende un arreciamiento de la migración: un dislocamiento de mano de obra, y una dislocación de los cultivos (es decir, ese proceso por el cual lo que se produce se produce fuera del país o de la región que va a usufructuar lo producido). Una dislocación o desfasamiento general de la economía.
El acaparamiento agrario de hoy nos fuerza una pregunta vital: ¿de quién son las tierras/territorios que están siendo acaparadas, controladas?, ¿mediante qué mecanismos legales es que los gobiernos, o los particulares, ponen a disposición de otros gobiernos o de empresas de todo tipo esas extensiones inmensas de tierras?, ¿tienen dueño o los Estados las expropian para poder realizar los arreglos comerciales ad hoc?
Qué es más grave, qué propicia más la devastación sin miramientos de las tierras: ¿que se vendan o que se renten?. Con estos acaparamientos la agricultura industrial se expande. Hay una pérdida real de posibilidades de defender las propias tierras. ¿Contra quién?, en qué aparato jurídico se pueden asentar los litigios por despojo, o los litigios por devastación o contaminación directa o aledaña. El nuevo corporativismo agrario es anónimo, o casi. Podemos entender los grandes actores, pero nuestro roce con ellos también estará dislocado, desfasado, situado en otro espacio y en otros tiempos no definidos por las comunidades afectadas. Y tal vez las comunidades afectadas ni siquiera alcancen a imaginar la distancia que los separa de esos nuevos dueños para los que importan sólo los bonos o las acciones invertidos y el dinero que implican.
Cualquier criminalización por la defensa de las propias tierras pone a los Estados al servicio directo de compañías y/o gobiernos extranjeros. Las fronteras pierden sentido. Las estructuras del Estado “huésped” sirven a patrones venidos de fuera, pero no como en el sistema colonial de tributación, sino en el esquema mercantil neoliberal cuyas regulaciones están en los Tratados de Libre Comercio y no en las Constituciones nacionales.
Algo que es brutal pero necesario de entender es que el objetivo más profundo de los grandes capitales es controlar totalmente la producción de alimentos. Han estado sentando las bases para ello durante los últimos cincuenta años y ahora intentan cosechar. El acaparamiento de tierras no es simplemente la última oportunidad de hacer inversiones especulativas con ganancias grandes y rápidas aunque así nos lo vendan: es parte de un largo proceso de toma de control de la agricultura. Por eso y más razones un freno a todo este esquema son los autogobiernos comunitarios que tengan un especial interés en defender sus territorios y sus regímenes de bienes comunales. Porque no es posible la soberanía alimentaria desde abajo, desde el nivel comunidad, en regímenes o países que permitan el acaparamiento de tierra, porque sin una tierra propia, cualquier producción se mediatiza. Entonces más y más comunidades y organizaciones insisten en que debemos propiciar un anclaje entre cosechas propias, semilla nativas y sus saberes locales libres, autogobiernos y territorios con control de agua, bosque, suelos, patrón de asentamiento y recorridos.
En cambio, los nuevos dueños de la tierra buscan volver a confinar los ámbitos comunes, pero ahora en el anonimato “neutro” de extranjeros que desde sus lejanos países controlan a distancia nuestros destinos. Ya no tiene que invadir; hacen tratos comerciales. Ya no tienen la carga de mantener esclavos; tienen peones hiper-precarizados. Ya no se responsabilizan por combatir a los insumisos, que eso lo haga el gobierno huésped o sicarios a modo. El neoliberalismo es la invención de fórmula tras fórmula para evadir responsabilidades. Nosotros tenemos que basar nuestro futuro en la responsabilidad.

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