Más allá de los actuales debates sobre el glifosato: ¿cuánto veneno está dispuesto usted a llevar en su sangre?







Por GRR

El glifosato, el endosulfán, el paraquat, el 2,4 D, el dicamba, los piretroides, los fosforados, etc., integrantes todos de una lista de centenares de sustancias usadas en la agricultura, son VENENOS. Estas sustancias químicas son diseñadas para cortar los procesos que mantienen y producen la VIDA. Algunos matan vegetales, otros matan animales, otros matan hongos, y la mayoría mata muchos más organismos que los que dice en la etiqueta, pero todos MATAN, para eso fueron diseñados y fabricados.


Desde hace varias semanas, estamos viendo la manera en que las fumigaciones agrícolas y sus consecuencias perceptibles e imperceptibles sobre las comunidades humanas, la Naturaleza y los propios sistemas agrícolas, son sometidas a un creciente juicio de valor por diferentes sectores de la sociedad. Pese a que algunos ven un uso político de este tema y más allá de cierta verdad en esta lectura, vemos también, que, después de 5 años la campaña “Paren de Fumigar” del GRR, está comenzando a cosechar sus frutos, y el más importante de todos es que muchos ciudadanos comienzan a sumar lentamente su preocupación y sus interrogantes a los de miles de afectados en el interior del país, por los impactos del modelo productivo.
Como suele ocurrir en el universo de las sustancias químicas y sus ramificaciones ambientales y sanitarias, se nos aparece como el gran mediador en la materia el denominado “saber científico”, un saber que es pertenencia sólo por ciertos individuos privilegiados, cuya opinión no puede ponerse en duda en el contexto actual de devoción hipertecnológica y de creciente fragmentación de los conocimientos. Así nos encontramos de esa manera, con que el propio Ministro de Ciencia y Tecnología, que, más allá de sus fidelidades corporativas, descalifica la investigación del Dr. Andrés Carrasco, diciendo que “el CONICET no lo avala”, apelando a este “principio de autoridad” de la nueva religión académica llamada “ciencia”, y él mismo como sumo sacerdote de la “sociedad del conocimiento”, que pretende anular nuestra propia experiencia vivencial como seres vivientes y como seres humanos, con el fin de doblegar nuestra opinión en virtud del credo científico-tecnológico dominante.
En concordancia con las palabras del Ministro, muchos parlamentarios, candidatos y periodistas también apelan a la necesidad de profundizar la investigación y a la de planificar científicamente a la agricultura, para no seguir “demonizando” a la soja y su paquete de plaguicidas, que son en definitiva, y según metáforas más o menos expresadas por los medios, aquello “que nos da de comer”. (¿Los que lo dicen, nos preguntamos, comerán realmente eso?). En esta línea de pensamientos, se anunció recientemente un estudio conjunto de las facultades de Agronomía y de Farmacia y Bioquímica para establecer los posibles impactos del modelo agrícola sobre la salud de las poblaciones, y cuyos resultados servirán seguramente para “optimizar” el uso de agrotóxicos. En el convulsionado y confuso escenario de la actual realidad argentina, se suceden entonces las declaraciones de productores, de fumigadores, de juristas, de funcionarios, de líderes sociales, y hasta de vecinos preocupados, clamando todos por disponer de más información sobre plaguicidas, más investigaciones toxicológicas, más evaluaciones epidemiológicas, etc. No están nada mal estos reclamos, para un país que hace mucho tiempo fue abandonado al régimen del mercado, y en el cual las mínimas consideraciones sobre ambiente, seguridad y Soberanía Alimentaria, salud y educación públicas, parecen anacronismos propios de un estado de bienestar en verdad, utópico.
Debemos saber sin embargo, que la investigación científica que se reclama sobre los plaguicidas sólo permitirá encontrar soluciones dentro del régimen establecido, es decir, que serán en todo caso, nuevas recetas tecnológicas para solucionar los problemas ocasionados por las viejas recetas tecnológicas. No más que eso. Dejar esta discusión sólo en manos de científicos y de especialistas, oscurece los principios básicos de nuestro libre albedrío, basado en amplias consideraciones de orden vivencial y no sólo en base a la razón, sobre todo cuando esa “razón” es razonada por otros. Lo importante es: ¿Qué puede aportar a esta discusión cada persona desde su experiencia de vida? ¿Cómo es posible que no podamos opinar sobre algo que afecta a los seres vivos, siendo que somos seres vivos?
Aquí debemos aclarar que tanto el glifosato, como el endosulfán, el paraquat, el 2,4 D, el dicamba, los piretroides, los fosforados, etc., integrantes todos de una lista de centenares de sustancias usadas en la agricultura, y aprobadas en su uso por el SENASA, son VENENOS. Estas sustancias químicas son diseñadas para cortar los procesos que mantienen y producen la VIDA. Algunos matan vegetales, otros matan animales, otros matan hongos, y la mayoría mata muchos más organismos que los que dice en la etiqueta, pero todos MATAN, para eso fueron diseñados y fabricados. En los campos agrícolas estas sustancias son liberadas para MATAR, no para curar, ni para mejorar, como pretenden disimular los términos de “remedio” o de “Fitosanitario” con que los enmascaran y con los cuales las empresas, el gobierno, los productores y los técnicos llenaron y llenan páginas y páginas de artículos auspiciados por el INTA y por las grandes compañías. Por otra parte, la mayor parte de los estudios en toxicología, versan sobre los efectos somáticos en relación a las cantidades de veneno. Es decir, buscan por regla, responder a la pregunta sobre cuál es la cantidad mínima de veneno a partir de la cual se pueden observar efectos somáticos cuantificables, y pasibles de ser evaluados estadísticamente. Es decir, buscan hacer “visibles” los efectos de los venenos que analizan. Los estudios no pueden llegar más allá de eso, y su marco conceptual es que las sustancias analizadas son liberadas en ciertas cantidades en el ambiente, y se comportan de tal o cual manera. Por ende, se puede suponer cuál es la cantidad que podría entrar naturalmente en un organismo, y a partir de ahí buscan conocer si esa cantidad, podría producir algún efecto no deseado sobre un organismo. Frente a estos falsos debates, porque dan por supuesto la inexistencia de otras alternativas, debemos tener en cuenta dos cosas. Una de ellas es que esta discusión no es sobre la necesidad o no de liberar venenos al ambiente, no se discute si hay que liberarlos o no, sino en qué cantidad. La otra es que el hecho de no encontrarse efectos no deseados no significa que éstos no se produzcan. Pueden suceder esas consecuencias o secuelas, en niveles de organización que no se están evaluando, o pueden iniciar acaso procesos de cambios que se manifestarán somáticamente en un futuro dado. Hay demasiados ejemplos nefastos en los últimos 60 años, acerca de sustancias que inicialmente eran consideradas inocuas, hasta que se demostró que sus efectos eran sencillamente terribles, y que además perdurarían por siempre en los procesos globales metabólicos del planeta. El libro de Rachel Carson “Nuestro Futuro Robado”, http://www.webislam.com/?idt=6773, ejemplifica unos cuantos casos.


Conocer estos casos históricos, no impidió sin embargo, sus consecuencias ni evitó que una y otra vez se repitieran las mismas secuencias. Si bien esos conocimientos condujeron en su momento a la prohibición de algunas sustancias, no generaron una discusión profunda sobre la necesidad o conveniencia de seguir incorporando la química sintética a nuestras vidas. Para cuando se editó “Nuestro Futuro Robado”, ya se sabía que cada recién nacido viene al mundo con más de 300 sustancias químicas sintéticas incorporadas, es decir sustancias artificiales fabricadas por el ser humano a través de sus industrias químicas y liberadas en el ambiente, sustancias que por supuesto, no deberían estar en el cuerpo de un recién nacido. Y esto sucede por algunas particularidades tanto de las sustancias químicas como por los mecanismos a través de los cuales nuestro organismo se relaciona con el entorno. Todos sabemos cuando un pedazo de carne está podrido, o una comida se encuentra en mal estado. No necesitamos una opinión científica para decidir sobre eso. Es más, ningún científico, con ningún argumento, podría torcer nuestra decisión de no consumir un alimento que consideramos en mal estado. Percibir que una comida está en mal estado, es una manera que tenemos para protegernos. Cualquier ser viviente “sabe” esto, incluso los científicos. Es una especie de “principio precautorio biológico” que asegura la supervivencia del organismo. Pero los venenos representan otra cosa, son algo para lo cual nuestros sentidos no están preparados. Hay venenos que no podemos ver, ni oler, ni degustar.
Entonces no estamos preparados ni tenemos defensas establecidas en el largo proceso de la evolución, para “defendernos” de estas sustancias sintéticas que no son “visibles” para nuestros sentidos, y dependemos de lo que nos diga alguien llamado científico, toxicólogo o especialista, haciendo uso de un “principio de autoridad”, basado en estudios sobre cantidades y no sobre cualidades. En otras palabras, si hay venenos en el ambiente estamos indefensos. Estamos indefensos en principio, porque no los podemos percibir, pero además, porque como seres vivos nuestros organismos no son indiferentes a la presencia de esos venenos. Nuestros sistemas fisiológicos de alerta y depuración no funcionan con muchas de estas sustancias, no están diseñados para descubrir un peligro en ellas, y esto es así, porque nuestros organismos no evolucionaron con estas sustancias, sencillamente porque ellas no existían naturalmente en el ambiente, son productos de la industria humana de las últimas décadas. Estamos indefensos también, porque no somos informados acerca de los riesgos que corremos tanto por la exposición directa a estas sustancias, como por ser integrantes de ecosistemas que están siendo envenenados, y de los que dependemos para habitar en ellos como para alimentarnos y sobrevivir.
Ahora bien: ¿Necesitamos nuevos estudios científicos para demostrar que los venenos agrícolas afectan a los seres vivos? ¿Necesitamos que la universidad de Buenos Aires investigue científicamente los impactos del modelo productivo para poder conocerlos y reconocerle credibilidad? Esta pregunta podría ser minimizada por los habitantes de las grandes ciudades, porque cierta lógica indicaría que estos problemas son privativos de los habitantes rurales. Pero esto es un gran error conceptual. Todos los alimentos que consumimos vienen del campo, y lamentablemente, sólo una minoría no recibió tratamientos con venenos. Esta es la cruda verdad. El uso de plaguicidas no es un atributo sólo de los grandes agroempresarios sojeros, también la mayoría de los pequeños campesinos productores de verduras y hortalizas emplean venenos agrícolas, los cuales muchas veces llegan hasta nuestros platos. Claro que a veces lo que llega es poco, y está dentro de los supuestos “márgenes aceptados” que los científicos nos indican. Es decir, la cantidad de residuos de plaguicidas que contienen no producirían, según los científicos, efectos evidentes en el ser humano. Pero lo cierto es que el modelo de producción de alimentos imperante en la Argentina es adicto a los plaguicidas, y sólo los productores “orgánicos” o “naturales” prescinden de ellos.
Aquí tenemos dos preguntas para hacernos: una de ellas es ¿queremos consumir plaguicidas? Y la otra es una cuestión relacionada al saber científico, es una pregunta acerca de las cantidades de las cosas y no de sus cualidades: ¿Si aceptamos consumir alimentos producidos con plaguicidas, cuánto veneno estamos dispuestos a llevar en la sangre? ¿Está bien que consumamos venenos dentro de los “márgenes de seguridad” o, si tuviéramos la posibilidad, decidiríamos que “nada” es la mejor cantidad?
Normalmente estos cuestionamientos al uso de plaguicidas son adjudicados a personas a las que se acusa de oponerse al desarrollo de la agricultura. La agroindustria y sus secuaces sostienen la vergonzosa mentira de que es imposible aumentar o mantener la producción sin recurrir a estos venenos, que la agricultura para el mundo que viene es imposible sin ellos. Aunque esta falacia ha sido refutada cientos de veces, lo cierto es que durante 5 décadas se vienen invirtiendo cientos de miles de millones de dólares en investigación en química agrícola y unas pocas monedas en investigación sobre agricultura natural. Nosotros como GRR amamos la producción de alimentos, así como la agricultura, porque nos da la vida, y porque la amamos estamos tratando de protegerla.
Creemos firmemente que la agricultura industrial no va a sobrevivir a todos los venenos que se usan en ella. Una agricultura que no respeta la vida del agricultor ni respeta la vida del suelo, difícilmente sobreviva a sí misma. ¿Está al servicio del hombre una agricultura que intoxica y mata a los habitantes vecinos, y que amenaza a los ecosistemas? La agricultura del futuro, si existe algún futuro, no podrá depender de combustibles fósiles ni de insumos químicos. En ese futuro, los científicos deberían retomar su tradición humanista, comportarse como buenos vecinos, y tratar a los ecosistemas con el respeto que tratan a su propia familia.
La próxima agricultura será inevitablemente muy parecida a la vieja agricultura de nuestros abuelos, más que a la reciente tradición minera extractiva del agro negocio.
Sin embargo, también para esto el Ministro de Ciencia y Tecnología tiene un comentario.
El Ministro ha tenido la audacia de afirmar que la agricultura orgánica ha producido más muertes que la agricultura industrial. Difícilmente podamos encontrar una afirmación más necia o escandalosa que ésta en el “establisment” científico. Porque si el Ministro dijo esto para proteger al glifosato y a la agroindustria, debería sostener sus dichos con una denuncia penal hacia los supuestos asesinos orgánicos que produjeron estas muertes. Y si lo dijo sólo para “chicanear”, debería ser sometido a una interpelación por parte de los poderes públicos, por afirmar falsedades desde su posición de autoridad científica y tecnológica de la Nación, falsedades que atentan contra una gran cantidad de agricultores orgánicos y naturales de nuestro país. Pero lo que sucede con el Ministro es, lamentablemente, que su visión fundamentalista del progreso científico y tecnológico proviene de una “educación al consumidor”, en que se nos repite cada día hasta el cansancio, que seremos mejores personas cuanto más tecnología consumamos. Aunque en el caso del Ministro podríamos sospechar otras motivaciones más terrenales para sus dichos, lo cierto es que los avances tecnológicos son vistos con una ingenuidad casi patológica, con un optimismo irracional, con una aceptación, lamentablemente, suicida. Perdemos de vista, que la agricultura actual no produce alimentos para abastecer a la población, sino que produce bienes comerciables para abastecer a una economía que postula el crecimiento infinito, algo imposible en un mundo finito y circunscrito a legalidades ecológicas, a mediano plazo, imposibles de evadir.
Volviendo al caso del glifosato, los aportes de nuevos estudios científicos sobre sus efectos, no impedirán las consecuencias de los impactos ya producidos por este herbicida, alegremente aprobado por el SENASA, como los de cientos de otras sustancias, en las poblaciones y en los ecosistemas. Es más, muchos de estos aportes serán de una naturaleza tal que no permitirán tomar decisiones acertadas sobre este producto y su manejo en el campo. Además está siempre la posibilidad de prohibir una sustancia o recategorizarla, a la vez que se aprueba otra para los mismos fines, pero que no está “demonizada” todavía. Lo que sí es seguro, es que más investigación no contribuirá en absoluto a que los seres humanos estemos más seguros, en un país en el cual se liberan 200.000 toneladas de venenos agrícolas cada año. La verdadera discusión detrás del glifosato no refiere a los impuestos por los derechos a las exportaciones, ni a las responsabilidades externalizadas por las compañías hacia los usuarios bajo la noción de “mal uso”, tampoco a una jugada política, como parte de una virulenta campaña electoral. Se trata en todo caso, de poner en el banquillo de los acusados la misma noción de crecimiento económico, dependencia tecnológica y derroche de energías fósiles, que ya nos están sumiendo en oscuridades más profundas que las de la edad media. Asimismo, la discusión en torno al glifosato nos abre a la discusión mucho más esencial respecto del papel de la ciencia y la tecnología en nuestras vidas.
Mientras tanto, los sistemas de defensa de los organismos seguirán siendo evolutivamente inadaptados para sustancias químicas tan nuevas. Por esto mismo, los organismos vivos seguiremos sin “principios precautorios biológicos” que nos protejan de sustancias tóxicas que no podemos percibir ni metabolizar adecuadamente. Pero no pasa necesariamente lo mismo con la justicia. El ideal del “Principio precautorio” apunta justamente a defender a la sociedad y a su ambiente de aquellos posibles efectos a largo plazo, cuyas consecuencias son imposibles de conocer de antemano. Cuando la evidencia no es suficiente, correspondería aplicar este principio o estos derechos precautorios. Es lo que la Argentina se ha comprometido en el plano internacional a realizar. Los científicos son importantes para hacer visibles aquellas evidencias, siempre y cuando su actividad esté guiada desde su condición de vecino (ser humano) y no desde su condición de mero engranaje de la maquinaria del mercado. Hoy, es posible que el gobierno olvide los recientes debates y las primeras planas acerca del glifosato y ante la necesidad de llegar a ciertos acuerdos, se reduzcan las retenciones. Lo preocupante es que quienes hoy se autodenominan “el campo” y bien podrían llamarse a sí mismos los defensores del glifosato, sumarán sus fuerzas para considerar el agrotóxico más usado en la Argentina como una “causa nacional” y a quienes, como el GRR estamos señalando “el glifocidio” desde hace 10 años, como “luditas empedernidos”. Lo sucedido con la gripe A –que tal vez algún día nos enteremos que algo tenía que ver con los agrotóxicos usados a mansalva por el modelo de los agronegocios– es una demostración que en nuestro país “lo precautorio” no es virtud cultivada y mucho menos los principios que les corresponden.
¿Tendrá la justicia argentina, su sistema perceptivo lo suficientemente sano como para advertir que la evidencia difusa o incompleta debe disparar el principio precautorio? Si esto no pasa, y sin ánimo de generar una “psicosis colectiva”, va siendo hora que los jueces de la Corte, junto a todos los ciudadanos del país de los argentinos, comencemos a preguntarnos ¿cuánto veneno estamos dispuestos a seguir llevando en la sangre? Desde ya que nuestra respuesta como GRR es nada de nada… www.ecoportal.net
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